Actualidad de Schopenhauer
Pocos filósofos están hoy tan poco de moda -especialmente entre otros filósofos- como Schopenhauer. Yo leí El mundo como voluntad y representación a esa edad en que la vehemencia adolescente obliga a terminar toda lectura iniciada, por arduas que resulten algunas de sus páginas. Por la misma época leí Así hablaba Zaratustra, ya que también veía en Nietzsche un pensador que podía decirme algo. Creí haberme equivocado: el tono sentencioso de la obra no me gustó y acabé sometiéndola a una lectura acelerada. De hecho, no recuperé a Nietzsche hasta bastantes años más tarde, gracias a un ensayo de Gonzalo Sobejano en el que se relacionaban algunos aspectos de Antagonía con su Ecce homo. A partir de esa obra leí prácticamente todo Nietzsche, seducido por la brillantez y el carácter estimulante de su pensamiento, lo contrario, casi, de la idea que de él me había formado anteriormente. En este sentido, el polo opuesto, asimismo, de Schopenhauer.
Si bien Schopenhauer no gozó del aprecio de otros filósofos de su época ni ha tenido prácticamente seguidores, es, en cambio, uno de los pensadores que más han influido sobre los escritores -y en especial sobre los novelistas- de la segunda mitad del XIX y primera del XX. La figura del hombre hostigado, reducido a la condición de atormentada bestia humana, tan frecuente en la novela de ese periodo, sobre todo alemana, rusa y francesa, procede de Schopenhauer. Tal vez por ese motivo, por su implantación literaria, una parte de la crítica ha tendido a situar mis novelas en el ámbito del pesimismo. Yo mismo di por buena esa clasificación durante algunos años, hasta caer en la cuenta de que si nunca he considerado que la vida sea por fuerza sufrimiento y siempre he creído que, por el contrario, uno puede enriquecerla con lo que haga o invente, no era ésa la calificación que mejor me iba. Aparte de que juzgar que una obra es pesimista simplemente porque no ofrece un final feliz puede ser indicio, en el lector que así opina, de una necesidad de finales felices que le ayude a conjurar su visión esencialmente pesimista de la realidad.
Y es que donde la influencia de Schopenhauer se manifiesta en toda su magnitud es en el pensamiento predominante en la sociedad. Sólo que sin que se diga o reconozca. A nadie le gusta argumentar que la vida es sufrimiento; el hombre, el ser condenado a ese sufrimiento, y la Historia, una informe retahíla de desgracias. La fuerza de Schopenhauer procede de haber proclamado todo eso, de haber hecho una abierta afirmación de pesimismo. Tras los ideales renacentistas -fama, honra, gloria-, el Enciclopedismo, el Siglo de las Luces, la confianza en el progreso y la evolución, en pleno despliegue del Idealismo alemán, la irrupción de Schopenhauer representó, y sigue representando, una verdadera solución de continuidad. Un pesimismo que las ideologías más redentoristas hicieron suyo -desde luego, sin reconocerlo-, al menos como punto de partida. La idea de destruir la sociedad presente, por ejemplo, para poder construir una nueva, limpia de los defectos de ésta. O someter a esa sociedad a un largo purgatorio -dictadura del proletariado- para alcanzar después el paraíso. O la combinación de ambas: Pol Pot. En cualquier caso, el mundo, o mejor, el ser humano que lo habita, es algo tan abominable que no merece la menor consideración; lo que se salva es lo que podría o hubiera podido llegar a ser. Un planteamiento pesimista que, disfrazado de todo lo contrario, ha conducido a la infelicidad y la aniquilación a millones de personas.
La realidad actual, al menos para nosotros, es, desde luego, diferente. En ninguna otra situación anterior las condiciones de vida del ser humano se han visto tan arropadas por la facilidad del entorno. Pero esto no significa que esa sociedad a la que pertenecemos, regida por el mercado, no se halle asentada asimismo sobre el más profundo de los pesimismos. Es propio de una concepción pesimista de la vida, por ejemplo, considerar que la ganancia económica es el principal -si no único- móvil capaz de impulsar al individuo a hacer algo; a costa de los demás, por otra parte, no gracias a ellos. Y que el papel de las leyes sea el de establecer los límites a la tendencia propia del ser humano de comportarse como un lobo con sus semejantes, al tiempo que de garantizar el derecho a ese comportamiento. Y que, en virtud de un epicureísmo degradado que entiende la felicidad como una ausencia de contratiempos y preocupaciones, se haga vivir al individuo lo más aislado posible tanto de la realidad como del conocimiento. La estampa que mejor ilustra el resultado de semejante planteamiento es el que ofrece ese estudiante en su regreso a casa, con sus auriculares, su móvil, su mochila a la espalda, hecho todo él monovolumen, burbuja autónoma. Como él, sus padres, al acabar el trabajo, cada uno en su coche, ansiando ya sentarse ante el televisor o el ordenador y, con un refresco a mano, empezar a relacionarse con el mundo circundante. La muerte, cuando llegue, les sorprenderá como un efecto especial particularmente conseguido, por más que, en ese trance, igual o mayor será la sorpresa del multimillonario que ha creado un imperio económico; la peculiar volatilidad del dinero será el principal interrogante respecto a ese imperio que deja atrás, una fortuna siempre menos tangible, de menor peso específico, que los castillos y palacios de otras épocas.
Lo malo no es que se intente liberar la vida -como bajo el efecto de un calmante- de la idea de la muerte; lo malo es que, en el desarrollo de ese proceso de ocultación, se soslayan también los aspectos más atractivos que puede ofrecer la vida. La misma dinámica que conduce al individuo a vivir sin enterarse de la muerte, le lleva a pasar la vida también sin enterarse, en un panorama dominado por las imágenes virtuales y la virtualidad del dinero. Se comprende que en ese mundo de sucedáneos de la realidad, al individuo le asalte a veces la conciencia de la artificialidad de cuanto le rodea, y que películas como Matrix hayan despertado tanto interés. En el fondo, ¿quién le dice a uno que es real?
Schopenhauer proclamaba abiertamente su pesimismo; el pensamiento predominante del mundo de hoy lo encubre precisamente porque también lo admite, porque lo ha hecho suyo. De acuerdo con tal aceptación, o bien no existe experiencia real que a la larga no resulte dolorosa o, si existe, no la hay para todos, por lo que lo mejor es silenciar este hecho y sustituir la realidad por una siempre más acomodaticia virtualidad. Por otra parte, Schopenhauer también indicaba un remedio, un modo de escapar al dolor inherente a la vida, el único: la experiencia artística, que sustrae de ese dolor tanto al que crea como al que, al recibir lo creado, lo recrea. Dos posibilidades que, en el mundo actual, se hacen, por desgracia, cada vez más difíciles.
Luis Goytisolo es escritor.
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