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Columna
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La educación de George W. Bush

El presidente norteamericano, George W. (que suena como Dubya) Bush, ha concluido su primer viaje oficial a Europa, y a ambos lados del Atlántico la prensa se interroga sobre cómo ha ido esa presentación en sociedad. El máximo líder de Occidente no necesita en puridad el apoyo europeo para nada que emprenda, pero Washington aún considera de buen tono que sus presidentes pasen satisfactoriamente su examen diplomático en el Viejo Continente.

Hasta tal punto la mejor prensa norteamericana había desastrado a su presidente, presentándolo como un tipo agradable pero básicamente desinformado y propenso a la metedura de pata, que sus colegas europeos han tenido que decir, cuando menos, que no es para tanto. En esta ocasión, sin embargo, los medios de su país, y ello es portento de los desaliñados tiempos que corren, le ha puesto a Dubya buena nota, porque se ha mostrado suelto y afable, impasible cuando ha hecho falta, y, aparte de algún nombre trabucado, no ha confundido Ruritania con Tasmania. Cuando ya no hay enemigo enfrente, lo que cuenta es si los emisarios de Washington saben manejar los cubiertos de la diplomacia.

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Y, por ello, no cabe valorar el viaje en términos de éxito o fracaso. La construcción de un escudo antimisiles, que encierre a Estados Unidos en un caparazón antinuclear, que era el principal producto que quería vender Bush en Europa, sigue hallando las mismas reticencias que antes del viaje en las dos prima donnas de la UE, Francia y Alemania, puesto que si así no fuera no serían prima donnas; y lo mismo ocurre con Rusia y China, porque ambos países serían los más directamente afectados por el famoso escudo: o compiten con él, provocando una carrera de armamentos, notablemente en Asia, o su capacidad estratégica se sume en la irrelevancia.

Hay quien presenta como prueba, sobre todo en Europa, el que Bush no actúa con la arrogancia de un nuevo unilateralismo imperial, el hecho de que se haya molestado en venir a convencer a sus aliados -no a consultarles-; así como también juzgan afortunado su viaje porque el presidente ruso, Vladímir Putin, se haya comportado con la máxima educación al presentar su desacuerdo al hombre de la Casa Blanca. Obviamente, ni Dubya tiene interés en ofender sin necesidad a Europa ni Vladímir Putin en buscar pelea mientras ese escudo sea sólo un proyecto del que ni siquiera se sabe a ciencia cierta cómo se va a construir.

¿Cuál es, entonces, el problema, si lo hay, de que exista un día ese escudo en la versión galáctica de George W. Bush? El de que el superman norteamericano no le tendría entonces que temer ni siquiera a la kryptonita.

Estados Unidos ya es la única superpotencia mundial, y si el antecesor de Bush, el demócrata Clinton, hacía especial exhibición de su voluntad de actuar con Europa -pero siempre para atender a objetivos propios-, el presidente republicano siente fuertemente la tentativa de cobrar los dividendos máximos de la victoria en la guerra fría; es decir, la invulnerabilidad total. Es legítimo y comprensible que Washington aspire a estar fuera del mundo, a ser el poder que ni siquiera tiene constitución natural que lo limite, aquella que sujetaba hasta a la monarquía absoluta, pero es extraordinariamente dudoso que el resto del planeta deba ver con entusiasmo el establecimiento de un poder más allá del cual ya no existe el poder.

Francia y Alemania no pueden desear ese cierre geopolítico del planeta porque su margen de maniobra universal se ve fuertemente constreñido por ello. París, porque se ha reconstruido como actual potencia de segundo orden a partir de su capacidad de incordio al único grande restante, y oponerse a su unilateralismo es la forma más económica de demostrar a Europa que aún existe; y Berlín, porque un día espera dirigir la UE, y para entonces sería mejor que el superman norteamericano tuviera algo de que preocuparse. Por ello, Europa es menos Europa si ya no existe la kryptonita.

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