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Tribuna:LA PENA DE MUERTE
Tribuna
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Carta abierta al pueblo de EE UU

La autora, presidenta del Parlamento Europeo, pide a los estadounidenses que se unan a los países que han abolido la pena capital.

El Parlamento Europeo, voz democrática de los 370 millones de europeos que constituyen hoy la Unión Europea, en una inmensa mayoría que agrupa a todas las nacionalidades y sensibilidades políticas que lo integran, no puede comprender que Estados Unidos sea, de entre las grandes democracias del mundo, la única que no renuncia a dictar y aplicar la pena de muerte.

Cada vez que se anuncia una ejecución en uno de los Estados de vuestra Unión, la emoción y la reprobación que suscitan adquieren dimensión mundial. Todas las peticiones de clemencia de las más altas autoridades religiosas o políticas son sistemáticamente desoídas.

La ejecución, el 15 de septiembre del año pasado, de Rocco Derek Barnabei suscitó especial emoción en Europa, tanto por las dudas que existían, una vez más, sobre su culpabilidad como porque su familia fuera originaria de un Estado miembro de la Unión Europea: Italia.

La pena de muerte no es sino el mantenimiento de un arcaísmo, como la ley del talión
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Las gestiones diplomáticas que muchos realizamos ante el gobernador de Virginia, a instancias de las personas allegadas al condenado y de varias asociaciones defensoras de su causa, fueron en vano.

Quisiera hoy tomarme la libertad de dirigiros esta carta abierta no en tono aleccionador, sino desde el espíritu de diálogo leal propio de la amistad que une a nuestros dos grandes continentes.

A este lado del Atlántico, donde no se discute que vuestro gran país simboliza la libertad y la democracia a lo largo y ancho del mundo, nadie olvida lo que Europa os debe por haberle ayudado a recuperar la libertad al precio de la sangre de vuestros hijos durante las dos últimas guerras mundiales; nadie discute que la pena de muerte ha sido declarada constitucional por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos; nadie niega que la larga duración de los procedimientos ofrece a los condenados la posibilidad de solicitar la revisión de sus procesos; nadie niega tampoco el derecho de toda sociedad organizada a protegerse de los criminales que amenazan la seguridad de personas y bienes y a castigarlos en consecuencia.

Europa no olvida que hasta fechas muy recientes se sirvió también de la pena de muerte, y a menudo, con crueldad. Mientras algunos Estados ya la tenían abolida hacía tiempo, bien en sus códigos penales, bien en la práctica, hace menos de dos decenios que grandes naciones europeas profundamente adheridas a los derechos humanos y a los valores universales, entre las cuales se contaba mi país, Francia, seguían aplicándola. Cuando sus Parlamentos la abolieron, los debates políticos fueron tan vehementes como lo son hoy en Estados Unidos. Actualmente ya no hay ningún tipo de polémica.

En toda Europa se gestó una conciencia colectiva que disipó cualquier duda que pudiera quedar al respecto. Esta toma de conciencia, que yo quisiera que llegara también al pueblo norteamericano, se fundamentó en los elementos siguientes: en primer lugar, ningún estudio objetivo ha podido nunca demostrar que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio para la gran delincuencia, y ésta no ha aumentado en ninguno de los países europeos que la han abolido recientemente; en segundo lugar, las sociedades contemporáneas cuentan con suficientes medios para protegerse sin tener que conculcar el principio sagrado del respeto a la vida humana; la pena de muerte no es sino el mantenimiento de un arcaísmo, como la ley del talión: quien a hierro mata, a hierro muere; en tercer lugar, el macabro escenario de las ejecuciones no tiene la dignidad que requiere una sentencia y se parece más a un homicidio legal realizado mediante un sacrificio ritual; en cuarto lugar, desde el momento en que un Estado de derecho perfectamente estable y que dispone de otros medios para defenderse recurre a la pena de muerte, está debilitando el principio sagrado e intangible del respeto a la vida humana y la autoridad moral que pudiera tener para defenderlo allá en el lugar del mundo donde esté siendo despreciado; y por último, demasiados condenados a los que se les acabó quitando la vida fueron posteriormente declarados inocentes, con lo que, en tales casos, fue la propia sociedad la que cometió un crimen irreparable.

Con que un solo inocente, en toda la historia de la justicia de nuestras sociedades modernas, hubiera sido ejecutado por error, ya bastaría para condenar radicalmente el principio de base de la pena capital. Desgraciadamente, sabemos que eso es lo que ocurre, en especial en los Estados Unidos.

Cuando el pasado día 6 de junio un jurado en Florida declaró por unanimidad inocente a Joaquín José Martínez, ciudadano español condenado a muerte en Estados Unidos, muchos pensamos en el error que estuvo a punto de cometerse. Si Joaquín José Martínez es hoy un hombre libre es porque antes de ser ejecutado, y gracias al apoyo de mucha gente, sobre todo de su familia, pudo demostrar las irregularidades habidas en su primer juicio y conseguir así que el Tribunal Supremo de Florida le concediera un nuevo juicio, tal como pidieron en su momento, entre otros, el Parlamento Europeo. Otros no tuvieron esta posibilidad antes de ver ejecutada su sentencia de muerte.

Soy consciente de que la mayoría de la población de vuestro país es favorable al mantenimiento de la pena de muerte y que en democracia el pueblo es soberano. Pero ¿es eso suficiente para que quienes deben dirigir su país con sabiduría y modernidad eludan sus responsabilidades? Cuando el presidente Lincoln abolió la esclavitud, ¿contaba con el apoyo de la mayoría de los Estados del sur? Cuando el presidente Roosevelt alineó a su país al lado de los europeos para restablecer la paz y la libertad en un mundo devastado por el nazismo y sus aliados, ¿tuvo de entrada el apoyo mayoritario de sus conciudadanos? Cuando el presidente Kennedy impuso el fin de la segregación racial que persistía en algunos Estados, ¿no tuvo la valentía, acaso pagándola con su propia vida, de ir a contracorriente de los que querían mantenerla a toda costa? ¿Es que los políticos de hoy pueden limitarse a ser, por oportunismo o electoralismo, una pálida sombra de esos grandes visionarios que forjaron la unión y la grandeza de vuestra nación?

Deseo de corazón, no como censora, sino como amiga de un gran país democrático que es faro del mundo, que los Estados Unidos se unan a los países que ya han abolido la pena capital.

Por ello, me alegra especialmente que la National Coalition Against Death Penalty, asociación que lucha en vuestro país por la supresión de la pena de muerte, participe en el congreso mundial sobre la pena de muerte que se va a celebrar el próximo día 22 de junio en Estrasburgo, en el hemiciclo del Parlamento Europeo. Dicho congreso contará además con la presencia de numerosos presidentes de Parlamentos nacionales de todos los continentes, como la presidenta del Congreso de los Diputados de España o el presidente del Senado de Chile, país que abolió recientemente la pena de muerte.

Nicole Fontaine es presidenta del Parlamento Europeo.

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