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CRÓNICAS
Columna
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La luz del tiempo

Juan Cruz

En Faro Vidio, un restaurante de Oviedo, escribió hace años el filólogo Emilio Alarcos su recuerdo de la adolescencia de Ángel González, porque en el suelo donde ahora se come se asentaba entonces el instituto de bachillerato donde estudió el autor de Palabra sobre palabra. Hoy está en la pared del establecimiento el rostro enjuto, risueño y, seguramente, burlón de este gran estudioso de las palabras avalando con su fotografía aquella inscripción en recuerdo de su gran amigo, que le sobrevive. Desde ese escenario -Oviedo- que el tiempo ha hecho aún más vetusto, a pesar de que ahora hay edificios nuevos y nuevas memorias, el poeta contempló también el primer ramalazo de luz invertida, la primera muerte: el maestro que le había enseñado a tocar la guitarra cayó abatido sobre la piedra de la calle, en medio de una refriega tímida pero decisiva de la peor guerra civil de nuestra historia. Ese trozo de memoria fatal no ha abandonado nunca a Ángel González, y regresa otra vez a su último libro de poemas, Otoños y otras luces, que ha publicado Tusquets después de casi una década en que este último español alejado (vive por propia voluntad en Alburquerque, Nuevo México, y está allí desde hace más de veinte años) persiste en un silencio poético que sólo ha roto cuando los versos le han quemado en las manos.

Esta visión renovada de Ángel González en forma de libro mayor reconforta a los que le ven (le vemos) siempre reflexionando sobre el tiempo y su futuro, que es una forma suya de atrapar el pasado; y éste (ya dirán lo que quieran los críticos) es un regreso a esa reflexión suya en la que la ironía no es, ni mucho menos, una palabra menor, sino que es el instrumento que él (y su generación) ha tenido para enfrentarse a una vida que en sus años mejores fue de destrucción, de muerte y de mediocridad. Los poetas (los verdaderos poetas, como los pensadores) no lo son sólo cuando escriben sus versos, aunque ése sea su testimonio, sino que lo son sobre todo si sus poemas se parecen a su vida, si la estatura moral que exigen y pregonan a través de las palabras se asocia luego a la exigencia moral de su propia vida; Ángel González cumple, en sus versos y en su vida, con la expresión de esa coherencia, y este libro desencantado y profundamente melancólico es como un resumen de su visión de la luz interrumpida, ese fracaso que él mismo contempló desde la visión de aquel niño que desde muy pronto vio que el tiempo roto no era lo que le habían prometido.

La felicidad no se alcanza nunca, y el paso de los días y de las estaciones (en ese libro están todas, y algunas las ve el poeta acompañado de Claudio Rodríguez, que también fue un poeta de la luz interrumpida) es una metáfora de esa derrota vital que se abre paso cada día. Ángel González ha ido y venido todos estos años del exilio voluntario de América a las plazas de España por donde corrieron sus compañeros de tiempo, muchos de ellos muertos ya; alguna vez hemos descrito su agenda llena de tachaduras, como si fuera el mapa disminuido de una memoria que también fue un gran país. Y alguna vez ha dicho el propio poeta que llegado este tiempo, y ante la evidencia de la desaparición casi general de los que fueron los suyos, el futuro se adelgaza, como si fuera esa luz cegadora pero imposible que pintaban en los últimos tiempos de su vida William Turner, Picasso o Luis Fernández.

En la exposición que tiene abierta desde el jueves en el Círculo de Bellas Artes el fotógrafo José Badía hay un cuadro que le pone imagen a este sentimiento: sobre una mesa asentada en su vejez por el tiempo y por la desnudez, un rayo de sol que se va deja sobre un tintero chino la apariencia fastuosa de una luz que se sabe efímera, como una palabra que se estuviera despidiendo.

En medio de la ironía que está entre lo mejor de sus versos, lo que tiene éste y cualquier libro de Ángel González es la profunda melancolía porque el tiempo no se adelgazó ahora, sino cuando se produjo aquella imagen adolescente y final de la maldad sobre la vida. Ahora ha vuelto Ángel González a Madrid. Como tiene libro nuevo le llaman de todas partes, y él va siempre que en esa agenda disminuida pero firme le quede un hueco para estar con la gente. Quien toca este libro no toca sólo un volumen de versos, esa historia cíclica que pone a los escritores en contacto con el pasado y el futuro que son los lectores que van haciendo; quien toca a este hombre también está dándole la mano a aquel adolescente que nunca podrá desprenderse de la terrible experiencia de ver cómo se escapa la vida antes de conocerla.

Ésa es la esencia de la luz, y eso es lo que decía Lewis Carroll: la luz de una vela cuando está apagada.

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