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Columna
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Gallegos fuera

Emilio Lamo de Espinosa

La rebelión de los trabajadores de Aerolíneas Argentinas contra los gestores españoles de la compañía hace aflorar un conjunto de problemas de política exterior sobre los que Gobierno y multinacionales españolas deben meditar. Después de décadas de carecer de una política exterior que pudiera llamarse tal, y tras la transición democrática, España ha iniciado con fuerza (aunque quizás con escasos recursos) una política exterior que, por razones históricas, se ha volcado hacia América Latina de modo que nos vanagloriamos de servir de mediadores entre Europa y ese continente, tarea en la que ciertamente España realiza una importante labor.

Pero a la condición de hacedor de política del Reino de España se ha sumado en la última década la prodigiosa expansión de nuestras grandes empresas en los mercados americanos, que ha sido un éxito en muchos sentidos. Hace no menos de un lustro pude comprobar que en Europa sólo había dos empresas españolas conocidas, SEAT e Iberia. La situación ha cambiado radicalmente y contamos con una buena docena de multinacionales bien conocidas, no solo en América o Europa sino en incluso en Wall Street. Pues bien, es evidente que esas empresas representan a España no menos que lo hace el juez Garzón con sus aventuras extraterritoriales, nuestros embajadores o el propio Rey en sus viajes, nos guste o no a nosotros y les guste o no a ellas.

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Por supuesto, la influencia es mutua. La política exterior (por ejemplo en cooperación) define la imagen de España y, por ende, la de las empresas españolas en Bolivia o Perú, que deben contar con ella como marco para sus iniciativas empresariales. Pero también viceversa: lo que esas empresas hacen con sus inversiones, el modo como tratan a sus trabajadores, proveedores o clientes, afecta a la imagen de España y conforma también nuestra política exterior. Guste o no, unos y otros van de la mano, por mucho que alarguen el brazo para buscar sanas distancias entre la política y la economía.

Por lo demás, estas fuertes inversiones, que afianzan la imagen de España como país moderno, no dejan de suscitar riesgos. En algún caso por cuanto que han sido hechas por empresas públicas y hoy se encuadran en la SEPI (es el caso de Aerolíneas), lo que vincula directamente al Reino de España con los problemas laborales de ciudadanos de otros países, situación chusca que sólo puede ser fuente de problemas. En otros casos, no poco frecuentes, por cuanto que las inversiones se han realizado aprovechando procesos privatizadores (siempre discutibles en su metodología y proclives a la sospecha) y en sectores de servicio directo al consumidor (como son comunicaciones, energía o transporte), lo que les da una enorme visibilidad.

Sabemos además que las empresas norteamericanas reaccionaron con suspicacia a la inversión española y no pocos periódicos de ese país recordaron que regresaban los 'conquistadores', estereotipo dieciochesco e ilustrado sobre España que en Europa fue sustituido hace más de un siglo por la España 'diferente', romántica y decimonónica, pero que sobrevive con fuerza, no sólo al sur de Río Grande sino también en Estados Unidos (y de modo marcado entre los hispanos de ese país).

La sospecha de que ello podía originar en algún país un recelo anti-español, trufado de sentimientos encontrados sobre el paternalismo, cuando no la prepotencia o soberbia de nuestra actuación, ha sido acreditada por alguna investigación realizada, justamente en Argentina. Y la tozuda insistencia de nuestros políticos en hablar de 'Iberoamérica' cuando ellos se llaman a sí mismos Latinoamérica (que recuerda la torpeza de llamar José, si no Pepe, a quien asegura llamarse Josep), no ayuda ciertamente.

El tema tiene, por supuesto, otras dimensiones y espacios. Pues al parecer el grito de 'gallegos fuera', si bien con menos casticismo, ha sonado igual en Alemania las últimas semanas al hilo de nuestro papel de chupasangres del bienestar nórdico. Y me temo que El Ejido tampoco ayuda a nuestros pescadores ni a nuestras empresas instaladas en Marruecos. En todo caso, la política exterior de un país no es ya monopolio de Asuntos Exteriores pues otros actores (empresas, ayuntamientos o universidades, por citar algunos) participan también. Es otra consecuencia de la globalización.

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