¿'Zaplanear' la Universidad?
El autor cree que el anteproyecto de reforma de la LRU del Gobierno del PP someterá la Universidad al control de los políticos, cuyas intromisiones en este campo nunca fueron buenas
Hay acuerdo general en que la LRU debe reformarse, y no puede ser de otro modo. Se trata de una ley que ha enmarcado las dos grandes transformaciones de la Universidad española de los últimos veinte años: en primer lugar, el paso de los seiscientos mil estudiantes al millón seiscientos mil de ahora, cuando cambian las tornas de la demografía, determinando la existencia de la juventud más y mejor preparada de nuestra historia. Además, el sistema de Universidad pública y las reglas claras y uniformes de acceso de la denostada selectividad han permitido que ese acceso masivo se haya realizado a golpe de mérito individual, a veces plasmado en modestas décimas, pero que ha evitado que se llevara a golpe de talonario, asunto que ha sido la razón fundamental del nacimiento de las universidades privadas modernas.
Zaplana creó una universidad en la que es el Gobierno quien nombra al rector para que le sea afín
En segundo lugar, el sistema universitario regido por la LRU ha llevado a la Universidad española en el espacio de la investigación desde la nada en la esfera internacional a ser un país que se encuentra dignamente en ese mundo. En estos veinte años, a pesar de nuestros defectos y miserias, se ha cumplido el sueño de los mejores de nuestra historia, de los hombres y mujeres de la Institución Libre de Enseñanza, frustrado por última vez con la destrucción de la Universidad y sus mejores profesores con la guerra civil y la dictadura, el sueño de la democratización del acceso a la enseñanza.
Sería poco razonable pensar que esa gran transformación se ha hecho a pesar de la LRU. Al contrario, creo que la gran transformación se debe a ambos factores. Sin autonomía universitaria, sin rector elegido por los sectores del claustro universitario y todo lo que lleva consigo, la administración universitaria no habría encontrado las vías de impulso para hacer lo que ninguna administración pública ha conseguido: doblarse en cantidad, en calidad y además tener fuerzas todavía para ser autocríticos, incluso para establecer un sistema de control de calidad como en el que estamos incursos, sin que nadie nos lo haya impuesto. Creo firmemente que la Universidad es la administración pública que mejor funciona, y esto es así porque toda la comunidad universitaria está implicada en ello por virtud del principio de elección, participación y no injerencia política.
El anteproyecto del Gobierno da un giro radical en este sistema: por una parte, proclama como un bien la elección del rector por sufragio universal, que es una idea que nadie en su sano juicio cívico rechaza hasta que se entera de que no se sigue en ninguna universidad del mundo, salvo en una de Guatemala. Se ha advertido que tal sistema da pie a una indeseable politización, pero no sólo no les preocupa, sino que les parece bien: en realidad no logran entender a qué extraña razón puede deberse que, cuando un partido gana por goleada en todas las instituciones de una comunidad autónoma, los rectores de las correspondientes universidades no les salgan necesariamente afines. A resolver este problema se dedicó tenazmente el presidente Zaplana, creando por compulsión una nueva universidad, en la que por fuerza el rector no se elige, sino que se nombra por el Gobierno. Como esto no ha sido bastante, han preparado un proyecto de ley de consejos sociales por el que, desnaturalizando su composición, todo el sistema universitario del País Valenciano pasará a ser dirigido por los designados por el presidente Zaplana. El anteproyecto del Gobierno corta por lo sano y, en vez de esperar al momento del Consejo Social para zaplanear la universidad, lo hace en la propia esfera de gobierno de la Universidad, de un modo complejo, pero que se puede explicar plásticamente con la idea de que el Gobierno de la comunidad autónoma nombre un tercio de los vicerrectores. Lo que pasará con ese sistema es evidente si se repara en la dificultad que las comunidades autónomas tienen para encontrar candidatos para presidente del Consejo Social que respondan al elevado perfil del cargo: en el mejor de los casos, un tercio del Consejo de Gobierno serán personas cuyo cargo, profesión u oficio les permita perder varios días al mes reunidos alrededor de los directivos universitarios.
Se dice, y con razón, que este sistema contraría el principio constitucional de autonomía universitaria. Pero importa ahora más la dimensión política que la jurídica: la Constitución proclamó la autonomía universitaria como principio-derecho fundamental, como reacción a lo hecho por la derecha de la dictadura durante decenios; es decir, para excluir a los agentes políticos del gobierno de la Universidad, de cuya intromisión nunca ha salido nada bueno desde el siglo XII, razón por la que las universidades buscaban siempre el amparo del rey, aunque esto es cosa que hoy todavía no pido. Pero no solamente se trataba de reacción contra el régimen universitario de la dictadura. La demanda de autonomía no se satisfizo nunca desde el XIX, porque nunca imperó la libertad de cultos y, en definitiva, la libertad de cátedra hasta 1978; prueba de ello es la recurrente renuncia a las cátedras de los grandes maestros liberales, o sus destierros, que bien conoce toda persona culta y que deben desconocer los que han llegado a la política directamente desde el urbanismo por toda referencia intelectual.
Pero hay un argumento que pone de manifiesto del modo más plástico y más oportuno lo valioso de la autonomía universitaria, sin injerencia de la esfera política en su gobierno ordinario: la Universidad del País Vasco es la única institución general del mismo que está presidida por un no nacionalista, y la universidad funciona muy dignamente, y con un altísimo grado de tolerancia interior que sólo rompen los violentos.
Naturalmente que hay cosas que reformar en el gobierno de las universidades, pero el anteproyecto no aborda ninguna de ellas e incrementa lo peor del actual sistema: existe acuerdo en que los problemas de falta de eficacia y lentitud de nuestro sistema de gobierno se debe más que a la LRU a los estatutos de muchas universidades, elaborados en tiempo de fogoso asambleísmo. Pues bien, ahora, a un claustro que le quitan la función esencial de la elección del rector, le remiten competencias legislativas de modo permanente. Esto no es ya un mero error político, sino una estolidez y una provocación. Como lo de presentar en audaz campaña mediática -no he conocido ninguna tan bien instrumentada desde el MEC- que se trata de liberar al rector de la presión del claustro. Creo que la cruda pretensión de este anteproyecto es la de liberar al Gobierno central y a los autonómicos de los rectores y de sus claustros.
Deseo firmemente que la señora ministra resuelva este asunto en el anteproyecto de conformidad con su trayectoria política y universitaria. De otro modo carecerá de sentido discutir cualquier otro asunto más; nadie debe esperar cooperación de aquellos a los que se humilla y a los que se pretende someter ilegítimamente al control político. Y lo peor es que lo que a los rectores y a las universidades nos interesa por encima de todo es que se mejore la Universidad, y eso sólo es posible con una política del Gobierno que respete nuestra esencia como institución y que, en lo posible, acierte en lo demás.Hay acuerdo general en que la LRU debe reformarse, y no puede ser de otro modo. Se trata de una ley que ha enmarcado las dos grandes transformaciones de la Universidad española de los últimos veinte años: en primer lugar, el paso de los seiscientos mil estudiantes al millón seiscientos mil de ahora, cuando cambian las tornas de la demografía, determinando la existencia de la juventud más y mejor preparada de nuestra historia. Además, el sistema de Universidad pública y las reglas claras y uniformes de acceso de la denostada selectividad han permitido que ese acceso masivo se haya realizado a golpe de mérito individual, a veces plasmado en modestas décimas, pero que ha evitado que se llevara a golpe de talonario, asunto que ha sido la razón fundamental del nacimiento de las universidades privadas modernas.
En segundo lugar, el sistema universitario regido por la LRU ha llevado a la Universidad española en el espacio de la investigación desde la nada en la esfera internacional a ser un país que se encuentra dignamente en ese mundo. En estos veinte años, a pesar de nuestros defectos y miserias, se ha cumplido el sueño de los mejores de nuestra historia, de los hombres y mujeres de la Institución Libre de Enseñanza, frustrado por última vez con la destrucción de la Universidad y sus mejores profesores con la guerra civil y la dictadura, el sueño de la democratización del acceso a la enseñanza.
Sería poco razonable pensar que esa gran transformación se ha hecho a pesar de la LRU. Al contrario, creo que la gran transformación se debe a ambos factores. Sin autonomía universitaria, sin rector elegido por los sectores del claustro universitario y todo lo que lleva consigo, la administración universitaria no habría encontrado las vías de impulso para hacer lo que ninguna administración pública ha conseguido: doblarse en cantidad, en calidad y además tener fuerzas todavía para ser autocríticos, incluso para establecer un sistema de control de calidad como en el que estamos incursos, sin que nadie nos lo haya impuesto. Creo firmemente que la Universidad es la administración pública que mejor funciona, y esto es así porque toda la comunidad universitaria está implicada en ello por virtud del principio de elección, participación y no injerencia política.
El anteproyecto del Gobierno da un giro radical en este sistema: por una parte, proclama como un bien la elección del rector por sufragio universal, que es una idea que nadie en su sano juicio cívico rechaza hasta que se entera de que no se sigue en ninguna universidad del mundo, salvo en una de Guatemala. Se ha advertido que tal sistema da pie a una indeseable politización, pero no sólo no les preocupa, sino que les parece bien: en realidad no logran entender a qué extraña razón puede deberse que, cuando un partido gana por goleada en todas las instituciones de una comunidad autónoma, los rectores de las correspondientes universidades no les salgan necesariamente afines. A resolver este problema se dedicó tenazmente el presidente Zaplana, creando por compulsión una nueva universidad, en la que por fuerza el rector no se elige, sino que se nombra por el Gobierno. Como esto no ha sido bastante, han preparado un proyecto de ley de consejos sociales por el que, desnaturalizando su composición, todo el sistema universitario del País Valenciano pasará a ser dirigido por los designados por el presidente Zaplana. El anteproyecto del Gobierno corta por lo sano y, en vez de esperar al momento del Consejo Social para zaplanear la universidad, lo hace en la propia esfera de gobierno de la Universidad, de un modo complejo, pero que se puede explicar plásticamente con la idea de que el Gobierno de la comunidad autónoma nombre un tercio de los vicerrectores. Lo que pasará con ese sistema es evidente si se repara en la dificultad que las comunidades autónomas tienen para encontrar candidatos para presidente del Consejo Social que respondan al elevado perfil del cargo: en el mejor de los casos, un tercio del Consejo de Gobierno serán personas cuyo cargo, profesión u oficio les permita perder varios días al mes reunidos alrededor de los directivos universitarios.
Se dice, y con razón, que este sistema contraría el principio constitucional de autonomía universitaria. Pero importa ahora más la dimensión política que la jurídica: la Constitución proclamó la autonomía universitaria como principio-derecho fundamental, como reacción a lo hecho por la derecha de la dictadura durante decenios; es decir, para excluir a los agentes políticos del gobierno de la Universidad, de cuya intromisión nunca ha salido nada bueno desde el siglo XII, razón por la que las universidades buscaban siempre el amparo del rey, aunque esto es cosa que hoy todavía no pido. Pero no solamente se trataba de reacción contra el régimen universitario de la dictadura. La demanda de autonomía no se satisfizo nunca desde el XIX, porque nunca imperó la libertad de cultos y, en definitiva, la libertad de cátedra hasta 1978; prueba de ello es la recurrente renuncia a las cátedras de los grandes maestros liberales, o sus destierros, que bien conoce toda persona culta y que deben desconocer los que han llegado a la política directamente desde el urbanismo por toda referencia intelectual.
Pero hay un argumento que pone de manifiesto del modo más plástico y más oportuno lo valioso de la autonomía universitaria, sin injerencia de la esfera política en su gobierno ordinario: la Universidad del País Vasco es la única institución general del mismo que está presidida por un no nacionalista, y la universidad funciona muy dignamente, y con un altísimo grado de tolerancia interior que sólo rompen los violentos.
Naturalmente que hay cosas que reformar en el gobierno de las universidades, pero el anteproyecto no aborda ninguna de ellas e incrementa lo peor del actual sistema: existe acuerdo en que los problemas de falta de eficacia y lentitud de nuestro sistema de gobierno se debe más que a la LRU a los estatutos de muchas universidades, elaborados en tiempo de fogoso asambleísmo. Pues bien, ahora, a un claustro que le quitan la función esencial de la elección del rector, le remiten competencias legislativas de modo permanente. Esto no es ya un mero error político, sino una estolidez y una provocación. Como lo de presentar en audaz campaña mediática -no he conocido ninguna tan bien instrumentada desde el MEC- que se trata de liberar al rector de la presión del claustro. Creo que la cruda pretensión de este anteproyecto es la de liberar al Gobierno central y a los autonómicos de los rectores y de sus claustros.
Deseo firmemente que la señora ministra resuelva este asunto en el anteproyecto de conformidad con su trayectoria política y universitaria. De otro modo carecerá de sentido discutir cualquier otro asunto más; nadie debe esperar cooperación de aquellos a los que se humilla y a los que se pretende someter ilegítimamente al control político. Y lo peor es que lo que a los rectores y a las universidades nos interesa por encima de todo es que se mejore la Universidad, y eso sólo es posible con una política del Gobierno que respete nuestra esencia como institución y que, en lo posible, acierte en lo demás.
Luis Arroyo Zapatero es rector de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Luis Arroyo Zapatero es rector de la Universidad de Castilla-La Mancha.
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