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Columna
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A galopar

Fernando Savater acaba de presentar su nuevo libro A caballo entre milenios, crónica personal de su andadura apasionada por los hipódromos del mundo a lo largo del año 2000. En el argot de los aficionados a las carreras de caballos, dar un respiro es la táctica que emplea el jockey cuyo caballo galopa muy exigido desde el inicio de la carrera, para reservar fuerzas con vista a los últimos esfuerzos que decidirán el ganador. Se equivocarán, sin embargo, quienes imaginen que la afición a las carreras de caballos que tan rotundamente exhibe, es algo así como el respiro que el filósofo se toma en medio de la generosa actividad cívica desplegada en el 2000. Nada hay de pausa en la pasión que el autor exhibe por el juego de los caballos, a cuya contemplación, o, mucho más precisamente, a cuya aprehensión, ha dedicado y sigue dispuesto a dedicar una parte importante de sus esfuerzos.

Bertolt Brecht hizo en su día un rotundo elogio de lo superfluo, que terminaba con un cloncuyente 'pues para lo superfluo se vive'. No se me ocurrió relacionar la sabia máxima con la Etica como amor propio cuando Savater publicó su tesis doctoral, pero ha vuelto recurrentemente a mi memoria mientras leía A caballo... En Fernando, como en Brecht, la aspiración al buen goce de lo superfluo, ayuda decisivamente el ejercicio de las virtudes públicas; todos sus últimos ensayos reflexionan de una u otra manera sobre esta cuestión. A caballo entre milenios galopa sobre ella. Nadie vive, nadie puede vivir, sin sus caprichos, sin sus vicios, sin cultivar lo superfluo. Lo que distingue a Savater es que hace público orgullo de uno de ellos. Su libro es la crónica de un año que tiene como eje conductor la asistencia del autor a grandes y menos grandes carreras.

Entremezcladas entre ellas, se nos ofrece un ameno libro de viajes, una brillante guía de lecturas, una reflexión inmediata sobre los acontecimientos que ocurren, incluidos los dramáticos que tan de cerca afectaban a Savater y al conjunto de los vascos, una sucesión de relatos plagados por lo general de humor y bonhomía, y comentarios del filósofo sobre variados temas siempre estimulantes por su ingenio y tantas veces provocadores de debate civilizado. Sin embargo, lo que justifica la lectura del libro por parte de quienes no son turfistas es sobre todo la exhibición gozosa de una afición: el relato apasionado de su periplo por caballos, recintos, carreras, jockeys, personajes y pedigrís revela un estilo envidiable de sacarle gusto a la vida, que alienta en cada cual a aplicarlo en la relación con sus propios gustos.

Claro que algunos pensarán que, puestos a reivindicar lo superfluo, existen aficiones superfluas más gratificantes que esa ñoñería donostiarra de las carreras de caballos. Hasta la elección de nuestros gustos requiere de condiciones previas, y la pasión de Fernando no hubiera sido tal como nos la narra si su padre no le hubiera llevado de niño al hipódromo de Lasarte. La carrera que libra el autor es la de la nostalgia, la de preservar las ilusiones de la niñez, renovadas de Kentucky a Japón, de Epsom a Sanlúcar de Barrameda, pasando, siempre, por el valle de Zubieta. En tiempos en los que la búsqueda de paraísos perdidos nos depara tantos horrores, ¿cómo no simpatizar con esa nostalgia del territorio más privativo y de nuestros primeros descubrimientos, que nos ayuda a sobrevivir? Nada más adecuado para el cultivo de la nostalgia, por otra parte, que la afición a las carreras de caballos, en las que las glorias de los triunfadores del presente siempre nos transmiten a las de su estirpe y en las que los que ya vamos envejeciendo buscamos siempre entre los participantes los rastros de sus padres -y ya hasta de sus bisabuelos- que antaño vimos correr. Por eso los verdaderos viciosos competimos en la emulación de nuestros recuerdos. Permítame el lector que ha tenido la paciencia de seguirme hasta aquí en tan peculiar materia, dejar constancia de dos satisfacciones privadas producidas con la lectura del libro. La primera, la de constatar que aquella carrera corrida en medio de una infernal tromba de agua, que Savater guarda en su memoria como el primer Gran Premio de San Sebastián que presenció, supuso también mi primera asistencia a Lasarte. Y la segunda: la carrera no la ganó Chipirón; fue segundo tras Whirly, que lo batió por corta cabeza. ¡No sabes cuanto lo siento, Fernando!

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