Sundance en Málaga
El primer taller de guionistas creado por el festival de cine independiente norteamericano y la SGAE terminó esta semana en Málaga. Se escogió el trabajo de diez españoles, entre ellos el autor de este artículo
Acudí a Málaga con cierta reserva, preguntándome quién analizaría mi guión, de qué manera y, sobre todo, con qué actitud. Pero ya desde la primera noche, antes de empezar a trabajar, al comprobar el talante y la disposición de todos los participantes, me sentí avergonzado de mis reticencias. Esa misma noche, de forma espontánea, algunos acabamos tomando una copa en una terraza, hablando de todo un poco ¡con Rafael Azcona! Madre mía, ¿por qué soy siempre tan desconfiado? Precisamente él, el maestro, era el más dispuesto a compartir, a reír, a aprender. En ese momento decidí que me entregaría por completo al laboratorio, que sacaría el máximo jugo a todas las conversaciones y que sería el último en volver al hotel cada noche. Y así fue.
Cada guión tiene sus propios problemas y cada guionista asimila las opiniones de los demás como buenamente puede, así que no puedo hablar por los demás autores que participaron en el laboratorio. Pero, en mi caso, el resultado no puede haber sido más productivo. Las conversaciones con los asesores a los que les tocó analizar mi guión realmente han conseguido abrirme los ojos. O al menos eso creo. Incluso aunque el trabajo de análisis hubiera resultado inútil (cosa sólo posible si el guión no hubiera por dónde cogerlo), el laboratorio habría merecido mucho la pena. Compartir mesa con Azcona, que siendo el mayor parecía el más joven (es increíble la vitalidad de este hombre), con los divertidísimos Larry Karaszewski (guionista de Ed Wood, Man on the moon) y Daniel Waters (Escuela de jóvenes asesinos, El regreso de Batman), con Sergio Cabrera, Senel Paz, Paz Alicia Garcíadiego y, por supuesto, José Luis Borau (cito a los más conocidos), ha sido una experiencia irrepetible, me atrevería a decir que incluso para ellos mismos. Cuando volvíamos, tuve la sensación de que todos compartíamos el mismo deseo: que alguien organice más encuentros de este tipo, aunque la excusa sea tan peregrina como un debate de diez minutos sobre la mejor manera de encuadernar los guiones.
Y como un buen guión, nuestra peripecia también tuvo su clímax. La última noche, después de cenar en una gran mesa en forma de U, Azcona estaba especialmente inspirado y, en cierto momento, se encontró con que era el centro de todas las miradas. Entonces llamó al ruedo a Waters (un tipo brillante que suelta un chiste tras otro mirando al suelo) sencillamente porque a él mismo le hacía mucha gracia este hombre. Los demás nos colocamos a su alrededor, los traductores se distribuyeron como pudieron y se produjo un momento mágico, intenso, donde a cada intervención le seguía una gran carcajada y donde la comunicación rebasó las barreras del idioma.
Fue durante ese momento cuando Azcona contó una vieja anécdota. En cierta ocasión, trabajando en un guión con Fernando Fernán-Gómez, le confesó que se sentía incapaz de escribir una secuencia que era muy dramática. Él pensaba que la vida era dramática, sí, pero no todo el rato; ésa era la razón por la que no conseguía creerse la secuencia. Entonces Fernán-Gómez asintió y, para corroborar su argumento, le contó el final de una pareja de amigos suyos. Una noche, tras una terrible discusión, el hombre decidió abandonar a la mujer. Hizo la maleta y salió de su casa, dispuesto a coger un taxi. Pero el taxi no aparecía, y estaba lloviendo a cántaros. Después de una hora esperando, empapado, volvió a subir las escaleras del inmueble. Nada más abrir la puerta, la mujer fue hacia él exclamando (a elegir si en tono triunfante o de reproche): '¡Vuelves! ¡Vuelves!'. A lo que él respondió defendiéndose: '¡No, no! Que no hay taxis'.
Mateo Gil es el director de Nadie conoce a nadie.
Babelia
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