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Columna
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Músicos

Lo que mejor define a los seres humanos no son sus vidas, sino sus periferias; el mendigo se explica por el príncipe en el que no llegó a convertirse, el ama de casa por la heroína de telenovela, el conserje de la oficina por el astronauta imposible que siempre deseó ser. Preferimos con un sabor especial aquellas zonas de nosotros que sabemos inaccesibles, aquellos trozos de nuestra existencia que jamás borrará ninguna niebla porque no figuran en las cartografías: el gran jugador de ajedrez perdido, el poeta en lengua alemana, el pirata precoz, el músico. Quien domina la oscura mecánica de los calderones y las corcheas no puede imaginar hasta qué punto ese idioma resulta misterioso, exótico, galvánico para los pobres profanos. Mis conocimientos sobre música se reducen al gozo que me producen ciertos discos, amén de las biografías de compositores y los manuales que permiten reconocer estilos y explican qué diferencia existe entre la espineta y el clavicordio. Como con el ajedrez, mi otra gran utopía, he sido fabricado para observar la música desde fuera, sin interferir: para asistir a conciertos y romperme las manos aplaudiendo, para observar desde la penumbra cómo los intérpretes desempolvan sus máquinas y las afinan con esos extraños acordes de pájaros que hacen reproches. Walter Pater dijo que todo arte aspira a convertirse en música, y yo siempre he creído que todo creador auténtico tiende a ser músico, busca superar su fase de crisálida en esa mariposa última y bella.

En Europa del Este, los conservatorios son cosas imponentes y dóricas, grandes templos de mármol que rematan plazas. Un largo camino de pistas conduce hasta ese lugar levítico: muchachos que corren de la cintura de los violonchelos, artistas callejeros, gentes que repasan partituras en escalinatas. En Austria o la República Checa es la locura; uno tiene la impresión de que aprenden solfeo antes que a contar o a leer, y no se puede sentir más que envidia ante esas criaturas pequeñas y rubias que se desenvuelven con los violines como ángeles amaestrados. Comparado con aquellos mausoleos, el conservatorio de Sevilla siempre me resultó raquítico y pobre, un edificio arrabalero en el que, pensaba, sólo tendría lugar la clase más barata de música. El estudio en aquel galpón insalubre no es para disfrutar: el jueves y el viernes pasados, los alumnos del Cristóbal de Morales y del Manuel Castillo se encerraron entre sus cuatro paredes para exigir una larga lista de mejoras, que hace imaginar a qué condiciones de trabajo tienen que enfrentarse cada día. Se quejan de escasez de plazas, se quejan de que la Consejería de Educación (esa mortal enemiga de la cultura) les cambia los planes de estudio a placer e inventa híbridos incongruentes; se quejan de que no cuentan con instrumentos con los que ensayar, de que la precariedad de los techos amenaza sus cráneos, de que los pianos, para colmo y postre, también desafinan. Las recientes innovaciones en pedagogía y las reformas han demostrado que éste es un país que desprecia a sus educandos y que desea un futuro lleno de analfabetos: pero uno no puede evitar sufrir al ver hundirse también a los músicos, esas mariposas que preservan lo mejor de nosotros mismos.

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