Defensa, SA
El Ministerio de Defensa quiere crear una sociedad, en principio de capital público, para pagar los grandes programas de modernización de las Fuerzas Armadas. Se trata de que los futuros buques o aviones de combate sean adquiridos por esta empresa y cedidos a los ejércitos en régimen de alquiler o leasing (arrendamiento con opción de compra). De esta forma, los pagos podrían dilatarse a lo largo de los 25 o 30 años de vida de los sistemas de armas y serían más digeribles para los presupuestos de Defensa.
La idea no es en sí nada original. La ha utilizado el Ministerio de Fomento para las nuevas líneas de alta velocidad y algunas comunidades autónomas, como Madrid o Cataluña, para financiar grandes obras públicas. Hay algunas diferencias, sin embargo. Los trenes o autopistas de peaje tienen unos usuarios finales sobre los que pueden repercutirse los inevitables costes financieros que acarrean este tipo de operaciones, si se recurre, como se pretende, a créditos privados, mientras que las armas de guerra sólo tienen un posible cliente. Incluso para el liberal más acérrimo resulta chocante que los instrumentos de defensa militar del Estado sean propiedad de una empresa, aunque sea pública, mientras no se hayan amortizado.
Se pretende la cuadratura del círculo: que los gastos de defensa crezcan sin que lo haga en la misma proporción su presupuesto y sin que repercuta en el déficit del Estado. El objetivo más o menos expreso es precisamente ése: que ni las deudas financieras ni las aportaciones de capital a la nueva compañía repercutan en el déficit. Pero no deja de resultar sorprendente que mientras el Parlamento debate, a iniciativa del Gobierno, la Ley de Estabilidad, que impone fuertes restricciones al gasto público, ese mismo Gobierno multiplique los mecanismos para sortearlas. Porque no se trata de gastar menos, sino de que no se note. Al menos, en el déficit.
Todo este camuflaje resultará a la larga más caro, lo que no podrá evitarse si se recurre a la financiación privada y se demoran en el tiempo los pagos. A las empresas privadas y a los particulares puede compensarles este sobrecoste, pero para el Estado tiene consecuencias en términos de transparencia y control. Si estas fórmulas se generalizan, llegará un momento en que resulte imposible cuantificar el gasto real de las administraciones y la hipoteca que se está generando para las generaciones futuras. Los mecanismos de control, tanto de la Intervención del Estado como del propio Parlamento, no son igual de estrictos cuando se trata de los gastos de un ministerio que de una empresa pública. La opacidad prevalecerá sobre la transparencia.
Cabría preguntarse, por ejemplo, qué validez tiene la legislación sobre incompatibilidades de altos cargos y funcionarios para los responsables de una empresa destinada a manejar billones de pesetas que, al final, acabarán saliendo de las arcas del Estado. Más vale que las inversiones y los gastos en Defensa que se consideren razonables se incluyan en los Presupuestos del Estado y, si el Parlamento los considera adecuados, los apruebe. Con luz y taquígrafos y con todos los controles previstos por las leyes.
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