Un plan atómico
Con George Bush no se gana para sorpresas. Tras el anuncio del paraguas antimisiles, el presidente estadounidense ha desvelado esta semana un polémico plan de política energética para 20 años. El proyecto republicano, que cuenta ya con la oposición demócrata y de las organizaciones medioambientales, permite entender con claridad por qué Bush enterró en marzo el Protocolo de Kioto para prevenir el calentamiento terrestre e ilumina crudamente la dependencia de sus patrocinadores de las grandes industrias enérgéticas, que figuran entre los mayores contribuyentes a las arcas de la campaña electoral republicana.
En sus dos aspectos más llamativos, el programa apuesta por la extracción de más petróleo del suelo estadounidense, incluyendo Alaska, y por la producción de energía nuclear a gran escala, algo olvidado desde el gravísimo accidente de Three Mile Island, en 1979. Estados Unidos, si el Congreso da luz verde, construirá centenares de centrales eléctricas alimentadas por carbón, suprimirá las barreras ecológicas que vedan nuevas refinerías, cruzará su territorio con más redes de alta tensión y llevará las perforadoras al Ártico virgen para sacar de allí 'los 600.000 barriles diarios que se compran a Irak', en palabras de George Bush.
El argumento central del presidente es que su país -que consume más de la cuarta parte de la energía mundial disponible y es de lejos el mayor contaminador del planeta- afronta una crisis energética sin precedentes y que esta carencia relega al fondo del saco las consideraciones medioambientales. En el largo informe preparado por el vicepresidente Dick Cheney se citan como cimas de esta crisis los apagones de California y la subida de las gasolinas. No importa que éstas sean más baratas en términos reales que hace 20 años y que el desbarajuste californiano tenga que ver con la desregulación del sector y la pelea entre productoras y distribuidoras eléctricas.
Si la parte más llamativa del plan es la determinación de sacar crudo de las inmaculadas soledades árticas, su decisión más trascendental es revivir la energía atómica. En EE UU no se han concedido desde 1979 permisos para construir centrales nucleares, y el presidente acaba de anular esta moratoria implícita con el programa desvelado en Minnesota. Bush quiere que la industria atómica -65 plantas generan ahora alrededor del 20% de la electricidad consumida- vuelva a formar parte de la columna vertebral energética.
También aquí los argumentos republicanos se hacen eco entusiasta de los intereses de la gran industria, a la que se eximirá de su actual responsabilidad ilimitada en caso de accidente. Washington esgrime a favor de las atómicas su menor contaminación y el alivio de la dependencia petrolífera de Oriente Próximo. Es cierto que no contaminan con dióxido de carbono, principal factor del efecto invernadero, pero se margina que su desmantelamiento y el almacenamiento de sus residuos son una pesadilla económica y están en el origen de problemas medioambientales de duración indefinida y para los que no se ha encontrado solución satisfactoria. Esto, sin remitirse al peligro del uso militar por incontrolados de sus subproductos.
Apostar por el desarrollo energético masivo para garantizar el suministro no es ningún anatema. Otra cosa es que proyectos faraónicos de esta naturaleza estén supeditados a intereses económicos que a su vez sostienen opciones políticas, o que se elaboren, como es el caso, virtualmente en secreto -Cheney ha hablado con muchos empresarios, pero, que se sepa, con ninguna organización conservacionista-, o que manifiesten un absoluto desprecio por consideraciones medioambientales que, con motivos fundados, preocupan a una buena parte de la humanidad, incluidos los principales socios de EE UU. El proyecto de Bush, en todo caso, es todavía sólo un proyecto. La gran batalla se dará en un Congreso que, por otra parte, tiene una larga tradición en enterrar planes presidenciales.
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