Nanni Moretti recubre de una viva emotividad su llanto por la devastadora muerte de un hijo
El melodrama italiano, apoyado por la crítica francesa, es claro aspirante a la Palma de Oro
Nada hay más doloroso que la muerte del hijo. No existe, no es imaginable un dolor más devastador que ese. Con sobrecogedora fuerza, Laura Morante y Nanni Moretti, en la noble y magnífica segunda mitad de La habitación del hijo, lograron transmitir ayer ese dolor con tanta precisión y viveza que la gran sala Lumière se convirtió en un silencioso mar de lágrimas, en una masa absorta de ojos arrasados por el consuelo liberador del llanto. Era como estar en la proyección de un antiguo melodrama arrancado de la edad de la inocencia del cine, como si asistiéramos al milagro de la resurrección imposible de Lirios rotos o Las dos huerfanitas, y en el Palacio de La Croisette, el templo de la sofisticación del cine más evolucionado, recuperásemos la elocuencia muda del espíritu del cine fundacional.
Con esta contundencia despliega Moretti las, cargadas de electricidad de alto voltaje sentimental, capacidades de captura identificadora de la pantalla sobre el ánimo de la gente desprevenida o predispuesta a dejarse secuestrar el alma por los tentáculos de una pantalla y ponerla en ese estado de alerta emocional que llamamos estar en vilo. Moretti es un cineasta sabio, cuyo aparente desaliño encubre a un concienzudo calculador. Sus aparentes chapuzas son en realidad mecanismos muy precisos, que explican la exactitud de que hace gala en la puesta en pantalla de La habitación del hijo, que es uno de esos filmes donde no hay ninguna intervención del azar.
Esto se percibe en la construcción del filme en forma de espejo, escindido en dos mitades. La primera lleva al espectador a identificarse plenamente con la vida cotidiana de una familia tan civilizada, tan sin roces ni fisuras, que es sólo imaginable como una nube de irrealidad, un nido de melodrama soñado: no hay familia de tan extrahumana perfección en Italia ni sus alrededores, pero todos, italianos y no italianos, buscamos, deseamos tener una familia así, por irreal que sea, y obviamente nos identificamos con su imagen servida en bandeja.
Ahí radica la trampa de fondo que hay en esta, por otro lado, buena e inteligente película, que no llega a la excelencia precisamente por su empleo excesivo de la habilidad. Porque lanzado a la oscuridad de la sala el infalible anzuelo de la plena identificación con esta familia, la muerte de su hijo nos sabe por fuerza a muerte de nuestro hijo, al hijo de todos, incluidos los que no tienen hijos, y el llanto se desata y fluye obediente y unánime. Pero con la reserva de que en parte está logrado con las cosquillas de un truco: el empleo de un recurso melodramático químicamente puro disfrazado -y de paso, falsamente ennoblecido por él- con el prestigio moral del realismo. No es que esté mal que Moretti acuda a un recurso de melodrama, está mal que lo disfrace, que lo oculte, que haga pasar por verdadero al inimaginable suceso de una familia que no deja ver la cámara -que lo ve todo- ni una mota de desarmonía o de pacto encubridor de desarmonía. El pequeño, dulce, archivenial -y, para mayor evidencia finalmente, falso- pecado de robo del hijo en su colegio, es una dulce caricia al personaje, que convierte aún más a este adolescente en un arcángel rodeado por una familia literalmente celestial, lo que añade cañerías teologales al río de lágrimas que brota de su muerte. Pero esta húmeda muerte destapa también el cine húmedo, vivo y veraz; y Moretti, tras hacer trampas en la primera mitad, se convierte en un virtuoso de la cámara en la segunda. Y hay entonces auténtica emoción, e incluso conmoción, en la elevación del filme hacia su bello final abierto.
Babelia
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