_
_
_
_
_
Tribuna:UNA NUEVA ÉPOCA EN AMÉRICA LATINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La nueva seguridad internacional

Las libertades democráticas son, según el autor, el nuevo marco de referencia de la política de seguridad en el continente americano

La cultura de la seguridad está cambiando. En Iberoamérica, las transiciones democráticas de las últimas décadas han traído por sí mismas una transformación radical de los criterios y las percepciones de inseguridad y vulnerabilidad de los Estados. Quedaron ya atrás las viejas e infames doctrinas de seguridad nacional acuñadas en la guerra fría que fueron sustento ideológico de dictaduras militares y razón política de violaciones criminales, y hasta genocidas a los derechos humanos. No sólo en el hemisferio occidental, en muchas otras partes del mundo, las naciones se están quedando sin enemigos ideológicos ante los cuales justificar la construcción de murallas de intolerancia y escudos militares estratégicos.

Las nuevas doctrinas de seguridad tienen como marco de referencia y como límite a las libertades democráticas. Por fortuna, más y más es el juego democrático y no la lógica militar o la paranoia de los aparatos de inteligencia, lo que moldea los conceptos de seguridad nacional en América Latina. Esto resulta no sólo del fin de la guerra fría y de la madurez que poco a poco adquieren las democracias del hemisferio; es también consecuencia de la proliferación incontenible de fenómenos de criminalidad y de violencia cada vez más perniciosos que obligan a redefinir los criterios de seguridad de los Estados.

La delincuencia organizada se ha convertido ya en el principal enemigo de la seguridad nacional; detona en cualquier parte, ataca por sorpresa. El crimen organizado hace suyas las ventajas de la libertad, multiplica en red sus intereses y complicidades, usa a las instituciones, se mete con destreza al torrente de la globalización, y se parapeta socialmente en el refinamiento y la apariencia de respetabilidad. El tráfico ilegal de narcóticos, el trasiego de armas, el lavado de dinero, el tráfico de personas, la pornografía infantil, la prostitución, el secuestro, el robo de automóviles e incluso el terrorismo que esgrime motivos étnicos, ideológicos o nacionalistas, son practicados hoy con gran destreza organizativa y con gran movilidad internacional.

El 2 de julio de 2000, la transición democrática le llegó a México cuando el crimen organizado comenzaba ya a estrangular al Estado y agobiar a la sociedad. Más que ninguna otra fuerza, el crimen organizado aprovechó el deterioro del viejo sistema para corromper a las instituciones, para ampliar sus clientelas y complicidades, para lavar sus ganancias vertiéndolas imperceptiblemente en el sistema financiero, los bienes raíces, el comercio, los servicios, la industria del país. El Estado mexicano, antes tan celoso de su hegemonía frente a cualquier poder rival, incluido el narcotráfico, bajó en los últimos años la guardia, se descuidó. La corrupción gubernamental, el instrumento por excelencia de control político en México, perdió su carácter endógeno; es decir, dejó de ser un fenómeno de naturaleza político burocrática, ubicado en prácticas tales como la disposición indebida de fondos gubernamentales, el manejo discrecional del presupuesto, la asignación ventajosa de contratos, el tráfico de influencias y la extorsión de las autoridades, para trasladarse al terreno de las actividades criminales, principalmente asociadas al narcotráfico y al lavado de dinero. Los niveles de complicidad le impidieron al grupo gobernante distinguir entre los intereses particulares y los intereses del Estado; a causa de ellos dejó de haber la separación tradicional entre la corrupción gubernamental tolerada y fomentada por 'razones de Estado', y las actividades típicamente criminales. El sistema de seguridad nacional con el que contaba el régimen se concentró en tratar de mantener al PRI en el poder contrarrestando a la oposición o disuadiendo a integrantes del propio sistema para que no rompieran con él. Con esta lógica, la oposición política y la disidencia interna recibieron el trato de problemas de seguridad nacional; en cambio, el crimen organizado y el narcotráfico fueron atacados como asuntos policiacos o incluso como un problema de imagen internacional, no como un fenómeno que comprometía la integridad misma del Estado.

La transición democrática se sostiene en premisas de seguridad nacional completamente distinta. El crimen organizado, en particular el narcotráfico, tiene los recursos para poner a las instituciones al servicio de intereses criminales y, por tanto, pone en riesgo la soberanía y el interés nacional del país. En cambio, para el Gobierno del presidente Vicente Fox, la oposición política no violenta, por más amarga que sea, el rechazo a los programas y a las propuestas gubernamentales, por más tajante y destructiva que sea, y la crítica, por más virulencia que exprese, son manifestaciones legales y legítimas de la pluralidad democrática que en ningún caso pueden ser contenidas haciendo uso ilegítimo de los aparatos de inteligencia y seguridad nacional.

El nuevo Gobierno entiende a la delincuencia organizada y al terrorismo como fenómenos internacionales que deben, por tanto, ser abordados a escala internacional. Desde esta óptica, y atendiendo a la fuerza y a la penetración interna que tienen en México organizaciones criminales ramificadas hacia el exterior, la nueva política de seguridad nacional del Estado mexicano fija, como una de sus principales estrategias de defensa de la soberanía, la búsqueda de acuerdos y alianzas internacionales para combatir el crimen organizado, el narcotráfico y el terrorismo. Sólo actuando conjuntamente con estrategias comunes, se puede ganar esta guerra. La estrategia mexicana parte de reconocer cuál es el contorno geocriminal en el que está inmerso el país y de identificar quiénes son, en esta guerra, nuestros aliados necesarios y naturales. De esta manera el nuevo Gobierno de México construye una red de acuerdos internacionales específicos de cooperación y de intercambio de capacidades y experiencias: en el ámbito del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con Estados Unidos y Canadá; hacia el Sur, con Colombia y Centroamérica, y en Europa, primero con España, país asediado por el terrorismo con el cual México comparte intereses de seguridad comunes.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El nuevo Gobierno mexicano está convencido de que la democracia es genuina y tiene sustento en la medida en que el Estado promueva ante los ciudadanos políticas de seguridad que identifiquen con certeza y realismo, con prudencia y sin fanatismos ideológicos o partidistas, la naturaleza de los riesgos que amenazan a la colectividad nacional y sepa, por tanto, reconocer el semblante de los verdaderos enemigos del interés colectivo y de la soberanía.

Las políticas de seguridad que confunden a los adversarios políticos del Gobierno y el partido en turno con los enemigos del país, o que justifican por razones de Estado, la cancelación de libertades y derechos llevan irremisiblemente a la erosión de la legitimidad e incluso al enfrentamiento entre el Estado y la sociedad.

Adolfo Aguirre Zinser es consejero presidente de Seguridad Nacional de México.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_