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CRÓNICAS
Columna
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La piedad y la sonrisa

Juan Cruz

El libro con el que Eduardo Chamorro celebra su amistad con Juan Benet (Juan Benet y el aliento del espíritu sobre las aguas, editado por Muchnick) se abre con una portada en la que una sonriente y deslumbrada Rosa Regás se lleva la mayor parte de esa foto de la memoria. Rosa, que fue editora y protagonizó con Carlos Barral, con Jaime Salinas y con otros el mejor momento de la edición literaria de la posguerra en España, está ahí con una camisa blanca y un suéter oscuro, lleva al cuello varias medallas, seguramente laicas, y se ve que disfruta de una sobremesa en la que ella ha preferido café. Su sonrisa y su desparpajo parecen un símbolo de aquel entonces, en un país incierto y con tanta esperanza. A su lado, Benet esboza una de aquellas sonrisas lejanas y pícaras con las que afrontaba al que venía. Con un flequillo que siempre fue así de poblado, el autor de En el estado tiene en torno al pequeño vaso de vino su mano larga y dispuesta a arropar la geografía física de los recipientes de líquido. Por la cara que tiene, y por el estado de sus comisuras, se ve que Benet acaba de decir una de sus maldades y se apresta a ser disparado por el fotógrafo. A la derecha de Rosa, con corbata como Benet, el propio Chamorro, que ahora rememora esa foto y sus contornos pasados, aparenta ser el único que habla de la reunión. Por esos rostros ha pasado mucho tiempo, pero en los tres gestos -Chamorro a veces también está en silencio, debe decirse- se advierte la estatura de lo que fueron esa relación de los amigos y el mismo tiempo de la amistad.

Claro, quien no está es Benet. Espero que este libro de Chamorro, y tantas evocaciones colaterales que se hacen con frecuencia de la figura del escritor, resuciten el ánimo con el que él afrontaba tanto la vida como la vida de este país. Muchas veces nos preguntamos qué dirían personas que ya se fueron sobre las cosas que ocurren y sobre las cosas que se nos ocurren. Ante cualquier ocurrencia, importante o minúscula, Benet tenía en privado una actitud radical; no soportaba la tontería, y él mismo procuraba no ser tonto, para poder soportarse a sí mismo. Como polemista fue terrible, no dejaba títere con cabeza, aunque él mismo esperaba ser descabezado. Los que le conocieron superficialmente, que fueron, y quizá fuimos, muchos, podían tenerle por un pedante que daba cortes en cualquier esquina de la conversación; muchos fueron -y fuimos- damnificados por esa actitud un poco despectiva con la que se manifestaba por la vida pública, pero habrá quienes -y sin duda Chamorro lo atestiguará, como tantos- recuerden el rostro más generoso, tímido, humilde y, por otra parte, verdadero de Juan Benet Goitia.

Benet, que tantas veces, y no precisamente en esta foto, fue un protagonista de cualquier cosa y de cualquier sitio, pues estaba dotado de voz y de presencia como para hacerse notar, fue en realidad un espectador, un tipo en una esquina; y eso se advierte, sin duda ninguna, en uno de sus mejores libros, Otoño en Madrid hacia 1950, que acaba de reeditar Visor Libros y en el que una introducción de Antonio Martínez Sarrión vuelve a dejar a Benet en el sitio en el que se le quiso. Sarrión, que le vio de principio a fin, en su fama y en su desgracia, concluye su prólogo a ese libro -son las semblanzas realizadas por el Benet espectador- de esta manera que define un mundo y además es también una descripción de esa misma sonrisa ladeada de la foto que comentamos: 'De esos seres, a los que, más allá del triunfo o la derrota, me gusta calificar de invictos, están pobladas estas páginas, donde la piedad gana por muchas cabezas a la sonrisa. Sirva como ejemplo ese tertuliano de tos tabaquienta, convulsa y tan seguida que acababa por poner fin a amedrentadas reuniones en tiempos de tal modo menesterosos'.

Ahora que mucha gente conmemora que este país tiene veinte o veinticinco años más y que estos años son los de la libertad española, es bueno volver el rostro a lo que fue Benet en las aguas difíciles de la transición, cuando este espectador atento a la vida y a las vidas desplegó su maldad y su sonrisa para impedir que este país se durmiera. Claro que uno tiene nostalgia de esa manera suya de sacudir la modorra de los árboles. Hace falta, claro, hacen falta tantos, con maldad o con piedad, para ayudarnos a entender lo que el clásico dejó escrito: por qué hoy es siempre todavía.

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