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Tribuna:LAS ELECCIONES GENERALES
Tribuna
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Perú, un voto amnésico

El autor analiza las perspectivas de la segunda vuelta en las elecciones peruanas.

Las recientes elecciones generales realizadas en el Perú han sido unas de las más limpias y sorprendentes de su reciente historia política. Lo primero, porque el actual Gobierno interino cumplió cabalmente su papel de facilitar la transición hacia la democracia tras el total colapso institucional que llevó a la caída del régimen fujimorista. Lo hizo manteniendo una ejemplar distancia, imparcialidad y respeto por el libre juego partidario, en abierto contraste con las maniobras sospechosas e intimidatorias que hicieron de las elecciones del año pasado una vergonzosa caricatura. La segunda tarea a la que se había comprometido era la de investigar y castigar la inmensa maquinaria de corrupción montada por Fujimori y su asesor Montesinos, cuyas redes comprometieron a conocidos políticos, congresistas, hombres de prensa y de negocios, militares de alto rango, etcétera. Puede decirse que esa delicada tarea avanza hoy a buen paso, pero que deberá ser continuada y extendida por el Gobierno que lo suceda, lo cual nos lleva a la sorpresa electoral mencionada al comienzo. La victoria preliminar de Alejandro Toledo estaba prevista en todas las encuestas, pese a que en las últimas semanas su campaña se había visto envuelta en una serie de escándalos y denuncias que ponían en cuestión ciertos aspectos de su perfil personal. Éste era un elemento importante en una candidatura basada en el fuerte atractivo popular que su origen étnico y social -el de un 'cholo' que de lustrabotas en su niñez pasó a economista graduado en la Universidad de Stanford- tenía para una amplia masa de votantes. Eso quizá se refleje en el hecho de que el porcentaje de su victoria resultase ligeramente inferior al previsto por las mismas encuestas y cinco puntos inferior al porcentaje obtenido en las amañadas elecciones en las que compitió con Fujimori, antes de retirarse en señal de protesta. Pero la verdadera sorpresa fue que su contrincante para la segunda vuelta no fuese -como se pensaba- Lourdes Flores, una candidata de derecha moderada, con simpatía personal, inteligencia y honesta trayectoria política, sino el aprista Alan García, quien un par de meses atrás no pasaba de los simples dígitos en los cómputos preelectorales. Los diez puntos que lo separan de Toledo no sólo significan su inesperado pase a la segunda vuelta, sino su surgimiento como un pretendiente legítimo a ocupar otra vez el alto puesto que ocupó entre 1985 y 1990, y que abandonó en desgracia ante un país en ruinas, como triste fruto de su desgobierno, corrupción e insensatas propuestas económicas. ¿Cómo entender esta milagrosa resurrección política? Aparte de sus innegables virtudes retóricas, su imagen telegénica y sus habilidades como intérprete de valses criollos, García es el único de los candidatos que cuenta con el respaldo y fidelidad de un viejo partido que ha renacido de sus propias cenizas más de una vez, y pese a que era el propio García el responsable de su casi total desaparición del mapa político en 1990. Pero la verdadera razón es otra, y tiene menos que ver con él que con la conducta de los electores peruanos. Por un lado, el votante promedio carece de memoria colectiva; por otro, tiene una actitud cautelosa o recelosa ante el cambio, lo que lo inclina a votar con una voluntad retrospectiva, optando por lo ya conocido aun si eso supone tener que perdonar viejas culpas o cuentas pendientes. La política peruana se mueve en círculos, repitiéndose a sí misma cada cierto tiempo. Avanzamos -creemos avanzar- mirando hacia atrás más que hacia adelante. Si el temor a lo desconocido suele ser una tendencia general, en el Perú es ley. Estas elecciones fueron celebradas bajo la presión de un enorme escándalo: el de la corrupción fujimorista, que excedió hasta las peores sospechas. Por primera vez, para que todos pudiesen verlo dentro y fuera del país, el propio sistema de corrupción dejó un abrumador registro videograbado de sus turbios manejos, cuyo propósito era envolver en sus redes a su propia clientela e intimidarla con la amenaza del chantaje. Fue el mismo volumen de esta corrupción la que hizo empalidecer, hasta parecer modesta y disculpable, la que generó el régimen de García poco más de una década atrás. El sector más joven de los que votaron por él no vivió o no guardaba memoria de esa época, que podía ser vista con ojos benignos como algo casi preferible comparada con la que acababan de vivir. En Lima, durante un reciente viaje, me sorprendió comprobar que, entre los abiertos o velados simpatizantes de García, hubiese también varios profesionales, intelectuales y hombres de prensa. Lo cierto es que, pese a haber sido absuelto de juicios previos, García tiene todavía al menos un proceso abierto en su contra por delitos cometidos durante su gobierno; él se defiende invocando el argumento de la prescripción legal por el tiempo transcurrido. Pero la mejor manera de lograr la impunidad definitiva -y de resarcirse políticamente- es alcanzar el poder por segunda vez, lo que ahora no parece del todo imposible. Es un político hábil y mucho más experimentado que Toledo, capaz de presentarse con los perfiles y colores que más convengan al momento. Aunque aparece como un populista ilustrado, sin las aristas bárbaras de un Hugo Chávez, es un demagogo que habla un lenguaje atractivo para buena parte de la masa electora: nacionalismo, subsidios para los productos de consumo básico, proteccionismo frente al mercado mundial, etcétera. Se trata, en esencia, del mismo programa que planteó en su gobierno y que, paradójicamente, paralizó la frágil industria nacional y trajo más hambre y miseria a los ya empobrecidos peruanos de la ciudad y el campo. Ésos fueron los años en los que, mientras él se enriquecía con furtivos manejos de los fondos públicos, el país, presa de la ola terrorista, fue devorado por una hiperinflación nunca antes vista y por índices negativos de crecimiento económico. No hay que olvidar tampoco algo poco conocido por la opinión pública: fue Alan García quien, desesperado por destruir la campaña electoral de Vargas Llosa surgida como parte de una reacción nacional contra él, inventó al entonces oscuro candidato Fujimori y lo apoyó con dinero y facilitándole órganos de prensa adicta, Aunque luego Fujimori le pagase mal el favor, hay que recordar que una corrupción llevó a la otra y que, salvo por el tamaño, ambas son una y la misma. La vuelta de Alan García puede significar la perpetuación de ese sistema bajo el escudo protector del nuevo presidente. Lo que el pueblo peruano ganó hace unos meses está -debido a su amnesia- otra vez en peligro.

José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania

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