HOLANDA, A LA VANGUARDIA SOCIAL
Acodado sobre un mostrador lleno de botellitas y cajas de colores, Marco se muestra solícito. '¿Tienes problemas sexuales? Tengo aquí un elixir infalible. ¿Bajo de vitaminas? Este reconstituyente te lo soluciona en un momento. Pero si quieres un viaje rápido, estos hongos recién llegados de México son estupendos'. Empleado en una de las smarts shops, las últimas tiendas de drogas naturales que han tomado el centro de Amsterdam, Marco explica cuidadosamente cada día a las decenas de turistas que entran las precauciones que deben tomar: 'Respetar las dosis y nada de mezclar con alcohol u otras drogas'.
Mientras Marco se afana en sus explicaciones a los atónitos extranjeros, los ministros de La Haya convocan a periodistas, visitan embajadas, publican folletos multilingües y envían cartas al Papa tratando de aclarar sus avezadas políticas sociales, que en esta última legislatura están desafiando sin temor a los gobiernos cercanos y, según los más críticos, hasta las leyes naturales: a la liberalización de las drogas se ha sumado el matrimonio de homosexuales, la legalización de la prostitución y la despenalización, en determinados supuestos, de la eutanasia.
Tolerancia con una cierta carga de indiferencia, pragmatismo, igualitarismo y sobre todo consenso son los términos clave que permiten entender lo que pasa en Holanda. 'Paradójicamente, el modelo social holandés hunde sus raíces en la rigidez del calvinismo', explica Han van der Horst, historiador y autor de varios libros sobre el origen y las costumbres del país. 'El catolicismo da las directrices que ayudan a tomar decisiones mientras que el calvinismo no deja espacio para las decisiones personales y busca normas muy claras'.
Otro factor que, a juicio de Van der Horst, juega un papel importante es el hecho de que a lo largo de la historia, Holanda haya sido un país conformado por minorías que, a sabiendas de que no podían imponer sus decisiones, se acostumbraron a discutir y a respetar las decisiones de los otros. Así se explica su posición en materia de eutanasia. Con mucho más ruido en el extranjero que en el propio país -según una encuesta, más del 60% de la población lo apoya-, recientemente se ha sentado un precedente mundial al despenalizar la asistencia a la muerte dulce en determinados supuestos. Comisiones regionales formadas por un médico, un jurista y un experto en ética juzgan si el médico ha actuado respetando los estrictos criterios: que el enfermo esté sometido a un sufrimiento insoportable sin que exista perspectiva de mejora alguna, que haya expresado su voluntad de morir y que pida su opinión a otro colega. En caso contrario, el facultativo se enfrenta a una pena de hasta 12 años de cárcel.
Desde el calvinismo más profundo se puede entender también la benevolencia hacia las drogas. 'En la tradicional tolerancia holandesa hay una fuerte dosis de indiferencia. Si no se puede eliminar un problema, lo más razonable es regularlo para minimizar el daño que pueda producir a la sociedad. En otras palabras, que el vecino haga lo que quiera, pero que me moleste lo menos posible', sintetiza Van der Horst.
Con este planteamiento, se aceptó hace ya 25 años una clara diferencia entre las drogas blandas y las duras, llamadas de 'riesgo inaceptable'. En el convencimiento de que hay que mantener ambos mercados separados para evitar que los jóvenes que fuman no entren en ambientes de alta delincuencia, se permite la existencia de los coffeeshops, unos bares donde se pueden comprar marihuana y hachís. Los adictos a las drogas duras reciben todo tipo de ayudas tanto para abandonar la adicción como para vivir con dignidad en ella.
El resultado de esta política, que tanto disgusta a los gobiernos de Francia y Alemania, ha sido una reducción a la mitad de los heroinómanos desde los años ochenta, y su edad media ha ascendido de los 20 a los 40 años, según cifras del Instituto Jellinek, el centro estatal de rehabilitación de adictos.
El pragmatismo nacido del espíritu comerciante con el que Holanda supo conquistar el mundo en el siglo XVII, late en la búsqueda de respuestas a la mayoría de los problemas sociales. Recientemente se ha aprobado el matrimonio entre homosexuales y hace poco más de un año que la derogación de una antigua ley que prohibía la existencia de los burdeles ha despenalizado por completo la prostitución. Una prostituta holandesa es ahora como un albañil o un abogado, un trabajador que puede elegir entre el ejercicio libre de la profesión o convertirse en un empleado, paga impuestos, cotiza a la seguridad social y hasta puede sufrir visitas del inspector de trabajo.
Aprobadas al amparo de un Gobierno de coalición formado por tres partidos (el laborista, uno liberal de derechas y otro de centro-izquierda), las nuevas políticas han sido, en realidad, prácticas aceptadas durante años. Una palabra holandesa de difícil traducción gedogen -que más que significar 'tolerar' como suelen poner los diccionarios viene a significar en traducción libre 'mirar hacia otro lado'- ha permitido ir goteando sin grandes escándalos posturas tan avanzadas. El calvinismo hace de nuevo su presencia: 'Nunca buscar la confrontación, hablar e ir poco a poco.' Durante años, los sucesivos gobiernos han ido dando pasos lentos, creando jurisprudencia, dictando directrices o haciendo la vista gorda. Cuando las cosas se van de las manos se tira de la ley que lo prohíbe; si la sociedad responde positivamente, se busca la manera de fijarlo legalmente.
Para eso hace falta el consenso de todos. Como se hizo para crear ese famoso Modelo Pólder, con el que se hizo frente a la crisis del petróleo y se obró el llamado milagro holandés, que permitió al país remontar económicamente mucho antes que el resto de Europa. 'Más que un milagro, es muestra de esa cultura del compromiso, un hábito colectivo de los holandeses para resolver sus problemas que los historiadores justifican en una tradicional mentalidad anticentralista', explica Antón Hemerijck, profesor de la Universidad de Leiden y especialista en Estado de bienestar. Fue una demostración maestra de sentido común colectivo: partidos políticos, Gobierno, sindicatos y empresarios firmaron en 1982 los Acuerdos de Wassenaar, una fórmula de recuperación basada en la moderación salarial que no mostró ni una fisura en casi dos décadas. Los dos primeros años los sueldos bajaron; hasta fines de los noventa quedaron prácticamente congelados con la única subida del índice de los precios. El resultado fue un aumento de la inversión, creación de empleo y una rápida recuperación de los índices macroeconómicos.
Ya entonces se hizo evidente que los beneficios sociales que con tanta generosidad se repartían entre los cientos de miles de brazos excedentes por las primeras crisis, estaban haciéndose demasiado caros. Se abrió entonces una gran discusión sobre el fin del Estado de bienestar, que resultaría divertida a cualquier español que sepa que Holanda ofrece todavía hasta cerca de ocho ayudas sociales diferentes y bastante generosas. Cualquier persona adulta sin trabajo, aunque no haya estado empleada en su vida, percibe cerca de 100.000 pesetas, cantidad que se incrementa considerablemente si hay hijos, y una pareja mayor de 65 años cobra alrededor de 170.000 pesetas, a la que se suma la pensión que haya acumulado durante la vida laboral.
En el éxito del modelo holandés está su peor enemigo. Son muchos los que hacen de la percepción de prestaciones una forma de vida. En la invalidez permanente hay cerca de un millón de personas, en su mayoría mujeres y extranjeros, una masa social todavía muy inadaptada a pesar de formar parte de la sociedad holandesa desde los años sesenta. Integrar a ese grupo ya inmenso (en las grandes ciudades alcanza cerca del 50% de la población) y creciente (la media de hijos por pareja holandesa no llega a dos, mientras los extranjeros tienen familias numerosas) antes de que empiece a generar delincuencia, pobreza y conflictos raciales y religiosos es uno de los últimos retos a los que hace frente Holanda.
Si un porcentaje importante de quienes reciben subsidio por invalidez permanente está constituido por extranjeros, no deja de resultar llamativo que un 53% sean mujeres. A pesar de la imagen de sociedad avanzada, la pareja holandesa ha mantenido un reparto tradicional de los papeles y su incorporación masiva al mundo laboral a partir de los años ochenta tuvo consecuencias inesperadas. 'Como son ellas quienes continúan llevando el doble peso del trabajo fuera y dentro de casa, el absentismo laboral se ha duplicado y a menudo terminan sin poder dar abasto en casa', explica Bertine Colette, presidenta de la asociación de catedráticas, que representan sólo un 5% en la Universidad.
Así se desarrolló -hasta ahora sin más obligación que la que da el sentido común de las empresas- un sistema laboral muy flexible, que permite trabajar a tiempo parcial. Dos tercios de las mujeres y cerca de un 18% de los hombres trabajan menos de las 38 horas laborales semanales, para poder dedicar más tiempo a su casa, a sus hijos y a sus parejas. Los tiempos de la competencia agresiva, de dejarse la piel en el trabajo, están quedando atrás en Holanda. Buscar los modos de organización que favorezcan la participación en el mundo laboral de ambos miembros de la pareja sin que se resienta la armonía familiar es el nuevo reto de la sociedad. Después de que hace tres años una comisión del Ministerio de Asuntos Sociales constatara los cambios de actitud, se empezaron a tomar medidas tales como ajustar los horarios de las operaciones en los hospitales a las necesidades personales de los empleados o exigir en los nuevos planes de urbanismo que escuelas, tiendas y centros deportivos queden cerca de las viviendas.
En los últimos meses, el Gobierno ha concedido cerca de 800 millones de pesetas para financiar nuevas ideas y experimentos que permitan encontrar la manera de compaginar el trabajo y las tareas de la casa: se subsidia a los empleados del hogar, se facilitan chapuzas, se dan cursos para enseñar a organizar las horas del día y el teletrabajo empieza a hacerse enormemente popular. Holanda, una vez más, va por delante.
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