Los móviles
'El pensamiento está en uno mismo pero la inspiración viene de fuera'. Esta sentencia se enuncia en el preámbulo de La ingratitud (Anagrama), que es un volumen donde se acoge una larga entrevista sobre asuntos de nuestro tiempo entre el filósofo francés, Alain Finkielkraut, y el periodista quebequés Antoine Robitaille. El libro es un despliegue, muy ilustrado, sobre cuestiones capitales, pero lo que llama pronto la atención es la importancia que Finkielkraut concede al mero ejercicio de la conversación. Por esta vez, se dice, abandonará la mediación de la escritura solitaria para ensayar la dinámica de la conversación: un poder autónomo y especial que le hace decir lo que dice y diferente a lo que hubiera expresado escribiendo.
Una forma clara de experimentar la importancia del otro en nuestra identidad es la conversación. 'La conversación que somos', decía Hölderlin. El individuo que somos y el mundo que tejemos en torno a nosotros a partir de la urdimbre de la conversación. Nuestro tiempo ha sido bautizado como superindividualista (Bell), hiperindividualista (Lipovetsky) o narcisista (Lasch), todos los diagnósticos orientados a resaltar la pérdida de la comunicación personal. En el sur de Europa, bordeando la costa mediterránea, las charlas vecinales, familiares y entre amistades se encuentran actualmente reducidas a la mitad de lo que eran hace cincuenta años. En Estados Unidos, donde fue famoso su tupido archipiélago de sociedades civiles en torno a cualquier afición, la más particular actividad, el más pequeño objetivo, las cosas han ido a menos y la alarma sociológica está recogida en un reciente libro de Putnam, Bowling Alone (Jugando a los bolos solo). ¿Está quedándose la población aislada? ¿Nos estamos quedando mudos? ¿Se ha perdido la conversación?
La respuesta sería otra hace cinco años, pero ¿qué decir ahora cuando cualquier vistazo alrededor tropieza con varias personas pegadas a un móvil? No sólo se habla hoy en los lugares apropiados y en los momentos convenientes sino también en los más insólitos. La conversación ocupa todos los entresijos del día, se sobrepone al ejercicio de otras funciones, se entremezcla con cualquier espacio, porque el móvil no es sólo un medio para hablar sino el habla mismo. El aparato contiene, más allá de su tecnología para comunicar, el impulso de comunicar y la conversación unida. No es extraño que un producto tan activo propicie adicción y en Dinamarca hayan ingresado a un movildependiente con más de doscientas llamadas al día.
¿Se trata, sin embargo, de 'la conversación' a la que alude el Hölderlin? Por supuesto que no. El móvil sirve menos para decir cosas que para estar en contacto, menos para metamorfosearse a través del habla que para verificarse. Lo que se pide a través del móvil es la experiencia de sentir al otro allí, cerca, accesible, presto; y complacerse en la voluptuosidad de pasar, con un impulso, de la soledad a la compañía, del silencio al diálogo, del anonimato a ser nombrado. Podría parecer que con el teléfono fijo se obtenía algo semejante pero es precisamente la prestancia del móvil, la instantaneidad con la que el móvil responde y resuelve el deseo, lo que lo hace mágico y adictivo; como una droga, como el efecto raudo de las drogas.
Esto explica también, dentro de sus ofertas, el gran éxito, muy soprendente para todos los fabricantes, que ha obtenido la emisión de mensajes. Mensajes escritos, cifrados y breves, sólo con el fin de verificar que el otro está ahí, para proclamar también que yo estoy aquí, para comprobar sencillamente que estamos, pulsándonos, tocándonos. No se encuentra aquí la conversación que nos cambia, ni la conversación que nos involucra o nos empeña; tampoco es el intercambio oral y escrito que nos mueve hacia conocimientos insospechados. Esto es, a secas, la fórmula interindividual de afirmarse, la manera ideal de estar solos sin estar a solas. La fórmula moderna de tejer una colectividad sin que la unión anule la distancia preferida, la protección perfecta, la independencia de emitir, recibir o colgar.
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