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Columna
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En la universidad

De manera paralela a la docencia y la investigación académica, muchas universidades incentivan desde gabinetes especializados actividades culturales de distinta índole. En el caso de la del País Vasco y desde la Oficina de Gestión Cultural la oferta se reparte en un amplio abanico que abarca desde el teatro, cine, yoga, música o incluso un tema tan especializado como es la fotografía de la naturaleza. Este mismo departamento gestiona una sala de exposiciones en la Biblioteca Central donde estudiantes y no estudiantes pueden enseñar el resultado de sus actividades creadoras, aquellas que van más allá de los apuntes tomados en el pupitre.

Habitualmente se trata de muestras quincenales que se extienden todo el curso, para descansar durante el periodo estival. La diversidad en temas y autores es característica principal de su producción. Sus responsables no escatiman esfuerzos, pero el local, abierto hace años provisionalmente, sigue en absoluta provisionalidad. La ubicación está bien atinada, incluso facilita las visitas que, por cierto, son numerosas, pero falla en lo más elemental: la iluminación ambiental. La obra plástica que allí se expone, máxime la que viene enmarcada tras un cristal protector, es obligado verla tras un tubo fluorescente de 40 watios. Estos reflejos improcedentes, de fácil solución (y poca inversión), impiden un visionado adecuado y no es la mejor forma de mostrar, a lo más florido de nuestra juventud, las creaciones artísticas que allí se manifiestan.

Son numerosos los fotógrafos que han pasado por este espacio expositivo. Se pueden recordar firmas tan relevantes como las de Sebastiao Salgado (Brasil, 1944) o Alberto Schommer (Vitoria, 1928). De todas formas no se mantiene una política expositiva basada en artistas con alto grado de reconocimiento y prestigio. El criterio es más generoso y es buena formula ofrecer espacio a las siempre interesantes piruetas creadoras de autores más o menos noveles. El último en haber llegado es Zigor Aldama (Bilbao, 1980), un estudiante de segundo curso de Periodismo que desde 1988 viene realizando por iniciativa propia reportajes gráficos en distintos lugares del mundo. En esta ocasión se despacha con un viaje a China realizado durante un periodo de tres meses y resumido en 36 fotografías de color.

Su pasión por la fotografía estalló cuando a los 17 años su familia le regaló, por petición propia, una cámara reflex. Su padre, arquitecto, era aficionado y revelaba sus propias fotos en blanco y negro en un pequeño laboratorio instalado en casa. De él recibió las primeras explicaciones sobre los rudimentos técnicos. El resto (dice el propio joven) llegó haciendo fotos, viendo libros, de manera autodidacta. Fue elección propia, pero no solo es necesario el ensayo y la repetición, son otros muchos los estímulos que acarrean buenos resultados. Incluso los más duchos en el oficio han estudiado en profundidad los parámetros que dominan la expresión fotográfica para articular luz y composición, con la intención de alcanzar el mayor grado de eficacia en la utilización de este lenguaje.

La selección realizada del recorrido por China, tal vez por su brevedad, se dispersa por los cuatro puntos cardinales. Cuesta encontrar el hilo conductor del relato. En tren y autobús, el fotógrafo, acompañado por una amiga originaria del país, ha llegado al Tíbet, a Hong-Kong y su vida nocturna, a las inundaciones de Sushou o a Xian para ver los guerreros de terracota con una toma un tanto confusa. Paisajes, edificios, mendigos, monasterios y vida callejera nos acercan a un país repleto de encantos y misterios que gustaría descubrir. La muestra tiene un encanto naïf. Brilla en el impulso de una juventud amante de los viajes, las culturas y civilizaciones diferentes. En definitiva, una retaguardia emocional capaz de alcanzar las metas más insospechadas, acicate para seguir insistiendo en el aprendizaje de una profesión exigente, apasionada, que pide reflejos, técnica y pensamiento.

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