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Columna
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El IBI

Se ha dicho que sólo hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos, lo que es cierto y consuela acerca de la duración de los seriales televisivos. También es más fácil que entre un camello en una discoteca recién multada que la revisión de un tributo. Recientemente, el Ayuntamiento de Madrid ha incrementado la presión fiscal del IBI, con lo que la oposición mantuvo desacuerdo; pero, por las referencias, nadie está enterado del origen del arbitrio, ni de que se aplica con malicia.

En una publicación periódica leí la respuesta que daban a un lector sobre el tema, quizá redactada por un suplente muy ignorante, que así cumplimentaba el requerimiento dejado en el contestador telefónico: 'A su demanda sobre el impuesto de viene sin muebles, le recomendamos que reclame los derechos que le correspondan ante el agente inmobiliario que le ha alquilado el piso'. Nunca había oído hablar del impuesto sobre bienes inmuebles, lo que tampoco parecen tener claro los servicios fiscales, ni siquiera la Federación Regional de Asociaciones de Vecinos de Madrid (FRAVM), acerca del destinatario de esta carga catastral. Sugieren que se aumente el IBI a los dueños de casas vacías, a la vista de que, según sus datos, hay ahora en la capital 35.000 parejas jóvenes que no tienen acceso a un hogar acorde con sus posibilidades, propuesta socialmente justa y oportuna. La solución para ese segmento de la población no está en la compra de un piso, idóneo en la etapa inicial de la vida, inconveniente en otras. Se vislumbra la aceptación de la modalidad.

Donde reina la desinformación es en quién recae esta específica contribución. La lógica parece indicar que debe pesar sobre los propietarios de las casas, al tratarse de un impuesto que se refiere al patrimonio. Pues no es así: el IBI lo pagan los arrendatarios, los que viven en régimen de alquiler y no están afectados por el valor inmobiliario, ayer, hoy y mañana.

El IBI -según mis noticias, que son revisables- fue, en origen, un chanchullo legislativo para remediar la congelación de los alquileres, por causa de la inflación nunca reconocida. Una renta de 5.000 pesetas por 160 metros cuadrados, en el centro de Madrid, era equitativa en 1960 -por no ir más atrás- pero notoriamente inicua 25 años después. Por conveniencias políticas coyunturales, y a fin de aliviar la pesadumbre de los propietarios, se creó el IBI, que autorizaba y remediaba otros arbitrios y gastos, atribuyéndolos al inquilino. Una ley contemporánea -ya tiene 13 años- permitió subir las rentas, hasta aproximarlas a la valoración real, y se regulaban disposiciones en cuanto a la transmisión de los derechos en beneficio de los herederos. Sólo es posible ceder una vez y a quien conviva bajo el mismo techo, con parentesco directo y un montón de recortes más. Para el casero, la solución de un problema temporal, fastidioso sólo a corto plazo.

Podría comprobarse que los dueños de edificios antiguos, esos que se caen y causan víctimas, se resisten a modernizarlos, aunque haya incentivos, ayudas y créditos blandos. Serán, por tanto, esos que llamamos poderes públicos los que ofrezcan que aborden la cuestión, con amortización retardada y en nombre del interés social. Según publicó EL PAÍS hace poco, la citada FRAVM estima también que hay en nuestra ciudad unos 170.000 pisos vacíos, que, fijando en tres la unidad familiar, darían cobijo a medio millón de personas. Es ahí donde se quiere apretar con el IBI y parece deducirse la lógica de que quien haya de pagarlo sea el casero, por no alquilarlo y hurtar a una parte considerable de la comunidad nada menos que el techo. ¿Qué tiene que ver el inquilino, el que paga su cuota, con los gastos generales del inmueble, la luz de la escalera, el portero o conserje, pero sin corresponderle un centímetro de la propiedad?

Con la debida difusión pública, el Departamento de Hacienda Municipal acaba de anunciar la modificación de la Ordenanza Fiscal reguladora del IBI, sin precisar ni canalizar la repercusión justa del impuesto. Miles de millones de presupuesto, centenares de funcionarios, asesores, fiscalizadores y políticos en general tienen la obligación de vigilar la cosa pública y remediar los posibles abusos y las desviaciones de poder. ¡Pero qué estoy diciendo!

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