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Columna
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Balances

Lo mismo que a las mozas del poema de Góngora, se nos ha ido la Pascua sin sentirlo. La fiesta, que en el último cuarto de siglo se ha convertido en una romería organizada por las grandes agencias de viajes, no ha querido bendecir este año con su turba gentil a nuestro atribulado y pequeño país. El Museo Guggenheim ha recibido un 8% menos de visitantes y los hoteles, dicen, han sufrido una merma de clientes del 25 al 30%. La estadística es fría, ya se sabe, pero tampoco nadie ignora a estas alturas que a los señores y señoras turistas -como diría López de Arriortua- lo que prencipalmente les retrae es el miedo, más o menos fundado, a que Bilbao, Vitoria o San Sebastián ardan en fiestas de una manera nada metafórica.

Pero peor aún que lo de los turistas que no han venido a casa esta Semana Santa es lo de los que no podrán volver a sus hogares, dondequiera que estén. No es que les haya dado un ataque insufrible de vagancia, un acceso de fiaca argentina o del mal del trabajo que en Japón denominan karoshi. Simplemente han dejado de fumar y de pagar impuestos porque se han estrellado con sus utilitarios, sus berlinas o sus 4x4 en cualquier carretera nacional. Mientras tanto, un siniestro navío recorría la costa africana transportando una supuesta carga de pequeños esclavos que iban a ser vendidos en Gabón. La procesión marítima parecía sacada del más negro relato de Conrad.

No se sabe de cierto qué ha pasado con la carga del barco, si fue arrojada al mar o si no era, como se había dicho, una carga de tierna carne negra. Lo que se sabe con seguridad es que, cada año, 200.000 menores son sometidos a trabajos forzados en África. Nadie podía sospechar, en cambio, que en Almería acabaran contratando costaleros magrebíes e hispanoamericanos para las procesiones de Semana Santa. Hay quien ha puesto el grito en el cielo porque estas cosas, dicen, se hacen gratis. Pero ninguno de ellos se ha presentado a tiempo para sustituir a los interesados inmigrantes.

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