El tiempo tan deprisa
Mi hija Dorel, que es arquitecta y disfruta la navegación por los mares procelosos de la Red, me mantiene siempre al tanto de las carteleras, y de las curiosidades de los portales: es ella quien me avisa de que están a la venta ya en las tiendas virtuales los discos ganadores del último Grammy, Cecilia Bartoli cantando a Vivaldi, y el prodigioso Chucho Valdés al piano, entre otros, por ejemplo; y un día de estos me retransmite uno de esos mensajes metidos en una botella de cristal cibernético que alguien ha echado a las olas oscuras, algún náufrago de la edad que se nos gasta tan rápido; que se trata de un náufrago lo adivino, o intuyo, por lo que cuenta y pide que recordemos.
Cuenta, y pide que recordemos, que quienes nacieron apenas en 1982, una fecha que está todavía allí, visible, sin doblar aún la esquina, no saben nada de la era Reagan, y jamás han llegado a saber qué quiso decir la palabra contra que resonó en las estancias de la Casa Blanca en boca del presidente de Estados Unidos: 'I am a contra too'. Esos mismos que ahora entran en la edad adulta no habían llegado aún a la adolescencia cuando se dio la guerra del golfo Pérsico, que se quedó por algún tiempo en los juegos de vídeo como la Tormenta del Desierto; apenas tenían once años cuando la Unión Soviética se deshizo como un terrón de azúcar, y, por tanto, aquello que llamamos la guerra fría es para ellos un concepto del paleolítico.
Creen que el sida ha existido desde siempre, y la expresión 'suena como disco rayado' no puede decirles nada, porque los discos de acetato desaparecieron hace un milenio, y, por tanto, los discos compactos están allí desde el día de la creación del universo, junto con las máquinas contestadoras del teléfono; y no saben, por supuesto, que una vez hubo televisión en blanco y negro, o televisión de unos pocos canales, o, ya no se diga, sin control remoto; nunca han nadado en la playa pensando en el tiburón de la película de Spielberg, que es demasiado antigua, y nacieron para los años en que el walk-man fue lanzado al mercado; creen que Michael Jackson siempre fue blanco, e ignoran que su cara de Liz Taylor espectral es una impostura de la cirugía cosmética.
Si a esos que van camino de cumplir veinte años los sentaran alguna vez delante de una máquina de escribir eléctrica, no sabrían de qué se trata, ya no digamos una con rodillo, carrete de cinta de dos colores, teclas que golpeaban el papel y campanilla que sonaba cuando se llegaba al final de una línea; y ya no hablemos del papel carbón que reinó antes de la invención de aquellas primeras máquinas copiadoras que producían unas hojas borrosas repelentes al tacto, y que olían a ácido, para que después viniera lo que los adolescentes de hoy nada más conocen, la copia perfecta que ya no es copia, y que en términos filosóficos desafía el viejo concepto de original, ahora que ya no hay ni original, ni copia, sólo originales.
Para Orlando, el caballero mujer de la novela de Virginia Wolf, que atravesó los siglos buscando la modernidad, saltando de la era isabelina a la era victoriana, la conquista definitiva parecía ser el ferrocarril que a mitad del siglo XIX trepidaba airoso por las praderas de Inglaterra, un siglo de pocos inventos, la máquina de vapor, el ferrocarril, la fotografía, el cine, si lo comparamos con nuestro prodigioso y ya pasado siglo XX, porque hasta entonces bastaba un invento, o quizás dos, por generación, como no fue ya el caso de la mía, la que nació al final de la Segunda Guerra Mundial.
Aún vi en mi pueblo natal al viejo telegrafista martillar en clave morse, el dedo nervioso en la llave del aparato, para transmitir esos mensajes ahora olvidados que se llamaban telegramas, y que él entregaba personalmente a domicilio, escritos con su letra de floridos trazos; iba yo al cine a ver a Johnny Weissmueller saltando de rama en rama, cuando las películas de celuloide se trababan en las poleas del proyector, y al quemarse, parecía que una gota de lava derretía el cuadro fijo en la pantalla, una especie de sueño lejano, ahora que los rollos de película están dejando de existir y lo que llega es un videodisco a las casetas de proyección, con lo que se acaba el sentido de la palabra película, en el cine, y en las fotografías, que ahora pasan a ser digitales.
Conocí el teléfono de manivela, y luego el teléfono de disco, el de teclas, luego el portátil, y ahora el celular que también recibe correo electrónico, e-mails, o emilios, como inventaron decir los colombianos, siempre gramáticos; viajé al extranjero en los ochenta con un pesado aparato de fax en una valija, que conectaba en la habitación del hotel, cuando el fax era un raro invento portentoso, y ahora viajo con un ordenador que no pesa nada en la palma de mi mano, a través del que puedo conversar con amigos distantes de manera simultánea, oír música, o ver películas, o enviar este artículo al periódico, seguir escribiendo mi novela, un recuerdo distante ya para mí el día de hace casi dos décadas en que instalé en Managua mi primera computadora, en la que escribí mi novela de entonces con un programa ya olvidado que se llamaba Simphony, creo recordar, una computadora sin iconos, el verde resplandor de su pantalla una tenue fogata encendida ahora en el museo de mi memoria.
Sergio Ramirez es escritor y fue vicepresidente de Nicaragua.
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