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Columna
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De la potencia y la melancolía

Nadie podrá negar la pertinencia de al menos esporádicos arrebatos de melancolía cuando se analiza la situación mundial actual y se compara con aquella que creíamos triunfadora en el buen talante hace una década. El mundo parecía haber hallado su senda en la buena sociedad. Los crímenes y abusos, omnipresentes en el siglo pasado, se antojaban condenados. Las verdades universales de la democracia, de la comprensión de los intereses de los Estados y la indulgencia ante las imperfecciones del prójimo inducían al respeto. Creímos tener un lenguaje común en el que resolver los problemas de un mundo cada vez más diminuto y por tanto compartido.

Los niños que nacieron entonces siguen siendo niños. Los ancianos de aquella época siguen en su inmensa mayoría vivos. Y, sin embargo, el panorama internacional se ha transformado en esta década de forma brutal, más, si cabe, que en el sangriento paréntesis que llevó a Europa desde la batalla de la Montaña Blanca a la Paz de Wesfalia. Diez años de paz -relativa- han sido más traumáticos que la famosa Guerra de los Treinta Años. Entonces, un joven emperador logró establecer un orden mundial respetado. Hoy, un emperador para nada comparable, George W. Bush, está a punto de destruir para las generaciones futuras, en un efímero mandato -igual da que tenga un tramo o dos-, el mínimo orden necesario para el respeto a quienes nos sucedan en el usufructo de este planeta.

No se trata sólo de los esfuerzos responsables de frenar la autodestrucción de nuestro único entorno disponible para la supervivencia. Porque el desprecio mostrado hacia el Tratado de Kioto, por imperfecto o poco realista que fuera, no es más que un síntoma más de esa gangrena de solipsismo e ignorancia cósmica que rezuman Bush y compañía sobre las inquietudes de la mayoría de individuos y naciones. En todas las culturas ha regido la máxima teórica de que el más poderoso ha de ser el más responsable. Ya no. El desprecio a los temores de amigos y adversarios no suele generar armonía en el propio entorno. Dice ese diplomático que piensa que es Carlos Alonso Zaldívar que nadie se ha hecho tantos enemigos en tan poco tiempo como Bush. Cuando no se han cumplido aún cien días de la Administración del jovial tejano, lo que está claro es que Washington ha logrado generar más animadversión hacia Estados Unidos que nadie en su puesto en un siglo.

Unos dicen que es su tono; otros, que es el talante, y muchos, que es su naturaleza. Pero entre los aliados de EE UU, incluido el socio especial que es el Reino Unido, es difícil encontrar a alguien que hable bien de esta Administración y no tema las consecuencias, unas previsibles y otras no. El cielo internacional se oscurece. Rusia es ya, con el celebrado Putin, una dictadura con elecciones que se ha enfadado con los planes norteamericanos de olvidar el acuerdo sobre sistemas antimisiles (ABM). En Oriente Próximo, Bush no busca soluciones ni moderación. Delega la creación de realidades consumadas a personajes que son menos políticos que pistoleros. Con China, uno de los Estados de peor calaña hacia sus ciudadanos y sus vecinos, Bush echa pulsos absurdos, peligrosos, incluso cuando tiene razón. Y crea complicidades entre Moscú y Pekín, operación poco inteligente, cabe decir. En Latinoamérica, Washington lanza una cruzada para minar los intereses europeos en ese subcontinente. ¡Vaya balance provisional!

La provocación sistemática a amigos y adversarios se percibe ya como norma en su política. Quienes apostaban por la moderación de Bush inducida por asesores y un establishment poco ideológico están siendo desmentidos. El lema es el de 'u obediente o te atropello'. Mal lema para hacer amigos. La arrogancia es impermeable a la mesura. Se disparan las alarmas y las suspicacias. Se laminan cooperaciones. Cien días hacen temer que con la confesión electoral de Bush de que ha cometido errores no se refería exclusivamente a sus alocadas épocas juveniles.

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