Batallas en el cielo de la ciudad
Todo empezó el día en que descubrí ese cadáver de cotorra en mi terraza. Las plumillas verdes y amarillas se confundían en un amasijo volátil de masa (más bien poca) de ave. Aparte, unas patitas y al lado, solo, como una nariz postiza de carnaval, el pico. Las terrazas de Barcelona tienen una fauna de lo más variopinto, pero no en esta época y, desde luego, no tropical. ¿Qué hacía esa cotorra muerta en mi terraza? El aspecto de los restos, bastante secos, no decía mucho a favor de la pulcritud que un ciudadano normal debe mantener en su terraza (podría defenderme, no lo haré). No tengo nada contra este simpático pajarito, pero las preguntas sin respuesta me ponen nervioso. Mucho más cuando no parecía, para nada, una muerte natural. Hice una somera investigación entre los vecinos, pero nadie echaba en falta a ninguna mascota. En el tercero segunda de mi bloque, un niño de dos años tenía la boca cerrada pero llena y una plumilla verdosa le colgaba de la comisura de los labios. 'J'accuse', dije señalándole con el dedo. Su madre le largó un sopapo y de la boca salió un pedacito de tarta que el nene había robado de la nevera (con pluma de cumpleaños y todo). Salí por piernas. Luego llamé a mi amigo el moderno, que tiene contactos en el Ayuntamiento, y se lo pregunté: '¿Sabes si estas cotorras asilvestradas que se dedican a hacer vuelos rasantes por la parte alta de la Diagonal han pasado el Rubicón de la plaza de las Glòries? Porque acabo de encontrarme una en mi terraza' (distrito postal 08027). Mi amigo el moderno, como todos los modernos de la ciudad, sólo conoce la Meridiana los fines de semana, cuando va a ensardinarse en dirección al túnel del Cadí (Sant Andreu y Sant Martí se confunden en un revoltijo nebuloso a la par que concupiscente con otros santos como Santa Coloma o Sant Adrià). Me dijo que mantuviera los restos cotorriles a disposición de la autoridad competente. Municipal, por supuesto. Me quedé mudo. ¿Es que pensaban hacerle la autopsia a efectos estadísticos? Mi amigo aprovechó el momento de duda para espetarme que a ver si leía la prensa con más atención, que el señor Eduard Dusany, especialista en pájaros urbanitas, acababa de explicar que las cotorras en cuestión constituyen una especie de aperitivo de las aves rapaces reintroducidas en la ciudad. Bueno, bueno, sin avasallar, que yo soy de barrio (lo dicho, 08027) y no me fijo mucho. Me constaba que dichas cotorras eran pijas y desayunaban en La Oca. Por si acaso me fui a la nueva Diagonal, sí, la que queda tras el mamotreto de las Glòries. Me calcé unos gemelos prestados por un amigo socio del Barça que los usa los días de partido y me fui a pasear arriba y abajo -viva la primavera barcelonesa- en busca de cotorrillas y rapaces. Barcelona National Geographic. Pregunté a unos jubilados que jugaban a la petanca con un estilo envidiable. Uno me dijo orgulloso que a sus 73 años le acababan de diagnosticar el mal de codo de los tenistas, a añadir a los 14 males propios de la edad. La petanca es el gerovital de los pobres. Le corté el discurso surrealista con la cosa cotorril. Y en efecto, me confirmó sin dudarlo que los simpáticos pajaritos hace tiempo que cruzaron la plaza de las Glòries para enseñorearse de la nueva Diagonal. Habían llegado antes las cotorras forasteras que los inquilinos de la nueva/new ciudad/city. Y hete aquí que tras las cotorras se habían dejado ver esa especie de halcones enanos que soltaron por Barcelona hace un par de años. Al parecer, a estos rapaces se les hace el pico agua cuando piensan en las cotorrillas y se les ponen las plumas tontas cuando otean a una de esas tontainas gritonas pasando en vuelo rasante bajo sus ojillos. Deduje pues que en Barcelona se montan unas batallas aéreas que ríete tú de la de Inglaterra.
El cielo de Barcelona se ha convertido en escenario de sangrientas batallas. Entre las cotorritas y las aves rapaces no reina la armonía. Entre las palomas y las gaviotas las cosas no van mejor
Aún no había acabado de digerir la noticia cuando unos amigos que gozan de un terrazón de 100 metros en pleno Eixample me explicaron que hacía poco se les había plantado una gaviota en pleno alféizar de la ventana y se había quedado mirando hacia el interior con su mirada asesina al tiempo que daba con el pico en el cristal. No es broma, oigan. Ni siquiera un recurso estilístico. Poco tiempo antes mis amigos habían observado en directo, en una azotea vecina, como una gaviota despanzurraba a una paloma y le arrancaba los menudillos cual documental de La 2. En resumen, que por poco les da un pasmo al encontrarse al pollo gigante en la ventana con ganas de guerra. Que venga Hitchcock y lo vea, señores. Para que luego digan que Barcelona es aburrida. Por ahora parece que las gaviotas no están incuidas en el menú de los rapaces, pero todo se andará. Se prevén batallas épicas en el cielo de la Ciudad Condal.
Yo, del Ayuntamiento, montaba unas casetas de observación en los lugares clave y me traía a los niños y niñas de los colegios a dar clases de ciencias naturales en directo. Para que aprendan. O sea, que a partir de ya propongo recoger firmas para convertir Barcelona en parque natural. Con un poco de suerte, la iniciativa tendría su lugar al sol en el Fòrum del 2004.
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