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Columna
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Aznarato

Enrique Gil Calvo

Hace poco almorcé con un amigo de fe social-liberal, cuyo juicio aprecio sobremanera, y comenzamos a cotillear de política, como no podía ser menos. Que si el aznarato peligra tras romper Aznar con Rato, a rebufo de la ruptura de Endesa con Iberdrola. Que si la fatiga de Aznar por la crisis de las vacas locas se ha resuelto delegando su poder en su infatigable valido, el virrey Rajoy. Que si merecería la pena que ganase Mayor Oreja los comicios vascos. Y así sucesivamente, según suele suceder al confraternizar. Pero con la deriva de la charla llegó un momento en que mi amigo se puso fiero, plantó cara y me cantó las cuarenta: 'Estáis perdiendo la ecuanimidad', me espetó. Y a continuación citó el ya famoso artículo que Juan Goytisolo publicó aquí, Vamos a menos (EL PAÍS, 10-1-2001), sobre el sectarismo cultural en que está incurriendo España, sin que quepa descartar a este periódico. 'Pues bien', afirmó mi amigo, 'ese sectarismo no es sólo cultural sino también político. Vuestra sesgada línea de opinión antiaznarista no es en absoluto objetiva, sino que abusa de truculentos tremendismos retóricos. Y tú sobre todo', concluyó airado, 'pues a ti no te puedo excusar'.

A solas tras la sobremesa, no pude menos que hacer examen de conciencia. ¿Estoy siendo ecuánime con mis críticas al régimen de Aznar? Como independiente, aunque simpatice con el centro izquierda, debo mantener no la neutralidad pero sí la imparcialidad, sin caer con mis críticas en los golpes bajos, los trucos sucios ni hacer trampas. Y cuando la pasión retórica me impulse a extralimitarme, debo rectificar. Así que me prometí a mí mismo ofrecer públicas explicaciones en honor a mi amigo, cosa que hago con estas líneas, que intentan ofrecer un juicio ponderado, objetivo y ecuánime sobre la ejecutoria de Aznar. Olvidémonos por un momento tanto de sus panegiristas, que lo comparan con Bismarck y Churchill, como de los detractores que hacemos de él un Fujimori o un Putin. Mirado con fríos ojos de analista anglosajón, ¿qué balance arrojaría el aznarato?

El resultado material de su ejercicio del poder es inequívocamente positivo en términos de estabilización política y sobre todo económica. Es verdad que la coyuntura internacional le fue favorable durante su primera legislatura, y que sólo ahora, con recesión y crisis agrícola, podrá evaluarse la solidez de dicha estabilidad. Pero a juzgar por el nivel de confianza que despierta en los mercados y en los círculos profesionales domésticos y foráneos, lo cierto es que la autoridad de Aznar parece incontestable, pese a la antipatía que provoca su imagen. Y si se quiere concretar en logros específicos este balance, he aquí sus dos grandes éxitos. El primero es lo que cabe llamar la reconquista de España, con su firmeza antiterrorista que ha provocado el reflujo del nacionalismo periférico hoy en retirada, invirtiendo su flujo ascendente iniciado con la transición. Y el segundo consiste en haber animado la creación de un pujante espíritu empresarial schumpeteriano, cuya vanguardia la forman los nuevos conquistadores que están ocupando posiciones de control en los mercados latinoamericanos.

Pero estas proezas materiales son pírricas dado su elevado precio a pagar, en términos no tanto morales como formales. El pragmatismo está muy bien pero la calidad de los procedimientos resulta más importante, pues la seguridad jurídica siempre debe prevalecer. Como demostró el premio Nobel de Economía Douglass North, la eficiencia de los mercados exige instituciones imparciales. Y en este aspecto, la ejecutoria intervencionista de Aznar ha sido una continua arbitrariedad discrecional. Así lo revelan ejemplos tales como la frustrada fusión eléctrica, el forzado indulto a Liaño o la Ley de Extranjería. Lo cual resulta peligroso, por más que lo tolere un electorado carente de cultura cívica, que no sabe valorar el principio del universalismo jurídico. Es la más perversa consecuencia de una inercia histórica que hace de la nuestra una democracia delegativa, donde los votantes aplauden sin rechistar las arbitrariedades de sus caudillos.

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