_
_
_
_
_
LA CRÓNICA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un organismo frágil

Hacia 1992, habían desaparecido ya todas las barracas de la ladera de Montjuïc; la última fue la llamada Casa Valero, un bar donde saciaban la sed los trabajadores empleados en algunas de las obras emblemáticas de la Barcelona de 1992, y al que los taxistas dirigían sus autos para hacer un alto a media jornada, tomar una cerveza y estirar las piernas disfrutando de las vistas sobre la ciudad, los barcos de carga que van y vienen del puerto a alta mar.

¿Han vuelto las chabolas, como se comenta en la prensa barcelonesa de estos días? Es un poco exagerado afirmarlo y no es exacto negarlo. Contra la ladera de la montaña, enfrente de los jardines de Costa i Llobera, se aprietan algunas construcciones de fortuna.

Chabolas aisladas y tímidas vuelven a poblar la falda de Montjuïc. Las habitan ucranios, polacos, alemanes...

De hecho, hay dos asentamientos: alejadas lo más posible de la carretera que sube a Miramar, cerca del despeñadero que cae sobre el cinturón del litoral, media docena de construcciones llevan allí instaladas cerca de tres años y prácticamente ya son moradas elementales, pero dotadas de cierta comodidad, en las que viven unos cuantos ciudadanos alemanes.

Risco arriba y un poco más cerca de la carretera, se han instalado más recientemente, de forma aún más precaria, unos cuantos desheredados ucranios y polacos. Aquí cualquier material de aluvión colabora para que los refugios se sostengan en pie; lienzos de plástico y tela, tablones, la masa vegetal que proveen unos pinos, forman una vivienda frente a una tienda de campaña infantil.

La carretera que lleva de Colón a Miramar separa dos mundos: a la derecha están aparcados media docena de autocares esperando a que regrese su carga de turistas, que han sido llevados de paseo por los jardines de Costa i Llobera. Como dice el didáctico cartel que se alza junto a un ficus de la especie Pachycereus pringlei, ese jardín es 'un organismo frágil, concebido como un espacio de contemplación y requiere un uso adecuado que no ponga en peligro la conservación de los elementos vegetales que acoge. La actitud responsable por parte del visitante es la única que puede garantizar la conservación de esta colección botánica patrimonio de todos los barceloneses'.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

A la izquierda de la carretera, más allá de unos contenedores llenos de turba y de unos montones de estiércol, los terrenos municipales devienen descampado, en la ladera escarpada crecen los matorrales y aquí y allá se eleva un ciprés, una palmera.

A escala de los desheredados se reproduce la división de Europa: los alemanes, industriosos y organizados, han conseguido instalarse con tiempo y con algún confort; los polacos y ucranios, recién llegados, ni siquiera están en la CE, se defienden de la intemperie y la crudeza de la vida con lo que pueden.

En una silla jardinera, en el porche construido a base de paliers de la última chabola de los alemanes, está sentado Christian, un hombre muy delgado, moreno, pulcro, artista pintor de origen francés, que ha construido una barraca más o menos confortable. Por el camino que serpentea en la hierba, por donde van y vienen los perros, llega su vecino y extravertido colega Peter, cargado una vez más con dos bidones de agua que ha llenado en la fuente de los jardines, al otro lado de la carretera.

Los vuelca en los depósitos que ha pintado de negro para que absorban todo el calor del sol. Después de un día caluroso, asegura, el agua sale casi hirviendo. Llenar los depósitos viaje a viaje le lleva horas, pero luego dispondrá de una ducha de circunstancias. Un generador le suministra electricidad. En la cámara de aire que se forma en el tejado entre dos capas de uralita ha insertado un acolchamiento de porespán que aísla la barraca de los excesos de frío y calor. Ahora es la hora de la colada; encaramado a una bicicleta que ha ligado con una cadena de moto al tambor de una máquina de lavar, el habilidoso Peter se pone a pedalear, el tambor rota y los vaqueros, camisetas y demás prendas se van lavando.

Para este hombre alegre, conformado, la mecánica no tiene secretos. Fue obrero cualificado, dice, en una fábrica de las afueras de su ciudad de Dortmund; en un accidente laboral, una máquina le abrió la cabeza y es inválido, aunque tiene brazos de atleta y se gana el pan con la vendimia en el sur de Francia y con chapuzas donde puede, como sus compañeros.

El campamento de los polacos está desierto durante el día, todos andan buscándose la vida en la ciudad, todos salvo una sombra tras una pared de plástico. La interpelo, y un hombre rubio, preocupado, asoma el rostro: 'Per favor, señor. ¿Qué problema? ¿Qué problema?... ¿Police?... Per favor, señor, quisiera dormir'.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_