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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Raíces de la memoria

Las personas obstinadas son las que ven con mayor claridad cómo cambia el mundo. Instaladas en su empeño, parecen seguir la máxima oriental que recomienda sentarse a la puerta de casa y observar el paso de las volubles y ajenas voluntades. No sé si es eso lo que se propone Aurelia Pérez, pero desde luego esa es la imagen que da cuando, de paseo por la calle de Ferran, se detiene uno a curiosear el escaparate de la librería Arrels. Los expositores, portátiles, cuelgan a un lado y a otro con los libros algo ajados por su traslado permanente. Aurelia, a la entrada de su diminuto establecimiento, riega una maceta de calas sin importarle encharcar el suelo. Me dice que ha decidido que su rincón esté lleno de alegría y me invita a pasar. Lo hago intentando no pisar el agua y avanzo por el estrecho pasillo que, abarrotado de libros y con las dimensiones de un primer hoyo de minigolf, muere a los pocos metros de iniciarse.

La librería Arrels de la calle de Ferran no quiere perder la memoria. Su escaparate recuerda los hechos ocurridos en Vitoria en marzo de 1976

Esta mujer abrió su librería hace ya 30 años. Durante tan largo tiempo ha visto crecer en su barrio y desmoronarse grandes imperios comerciales, mientras por su local pasaban escritores como Juan Marsé, Manuel Vázquez Montalbán o la ya fallecida Montserrat Roig. También han pasado por allí varios alcaldes de Barcelona, estudiantes de muchas generaciones y, en la actualidad, inmigrantes y hasta turistas. Ella lo ha contemplado todo desde su silla como un pequeño satélite que, harto de dar vueltas y decidido a permanecer inmóvil, hubiera conseguido que poco a poco el universo entero girase en torno a él.

Sobre su mesa, pegada al fondo del local contra la pared, hay un gran ramo de rosas que debe de llevar allí varios días, pues el suelo se encuentra sembrado de pétalos caídos. Aurelia me señala un taburete y se agacha a recogerlos. De poco servirá esa rápida limpieza. Al hablar manotea con tanto ímpetu que, sin darse cuenta, golpea los tallos de las rosas y provoca una constante lluvia de pétalos sobre nuestra conversación. Unos años atrás, Aurelia tuvo graves problemas de salud y su librería estuvo cerrada durante algún tiempo. Cuando pudo regresar se encontró con que la finca había sido tomada por unos okupas.

'¿Sabes qué me dijeron?', me dice. 'Usted no ha de hacer nada, señora, nosotros nos encargamos... Y los chicos dejaron el negocio tal como estaba'.

A Aurelia Pérez le brillan intensamente los ojos pardos detrás de sus gafas viajeras. Tiene una melena corta y cana que le cubre las orejas. Y ella, con el descuido del que anda siempre pensando en otra cosa, se pone las gafas por encima del pelo, lo que hace que las patillas, que no tienen donde posarse, suban y bajen a medida que su propietaria gesticula. A mí me resulta imposible hablar con ella sin observar atentamente el baile de sus gafas. Es curioso que todo se mueva tanto en una persona que lleva 30 años instalada en la quietud. Supongo que eso sucede porque se trata, en su caso, de una quietud llena de actividad. Como librera, obligada además a hacer una rigurosa selección por razones de espacio, sigue empeñada en promocionar de forma especial los libros que a ella más le interesan. Me enseña uno que acaba de llegarle de Euskal Herria. Por la mañana, antes de abrir, ha ido a recogerlo a la estación de trenes. Es un volumen pequeño con claveles rojos en la portada. Lo firma Amparo Lasheras y se titula Gasteiz / 3 Marzo 1976 / Un recuerdo 25 años después.

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Aurelia me ofrece un café, que acepto. Ante mi perplejidad, coge el libro con súbita decisión y me anuncia que va a cerrar la librería y que iremos a tomar el café al Schilling. Son las seis de la tarde, pero comprendo que una persona que lleva tantos años en el mismo lugar puede permitirse cierta relajación con los horarios. Al salir, advierto que uno de los expositores contiene un buen número de claveles rojos amontonados tras el cristal. Su disposición, nada ordenada, se propone a todas luces rememorar una tragedia más que ornamentar el escaparate. Para eso ya están las calas, que Aurelia arrastra hacia el interior.

Una vez sentados a una mesa del bar, la obstinada librera me sigue hablando con pasión del ensayo de Lasheras, a quien va a traer a Barcelona por el Día del Libro. Me basta con echarle un vistazo a la obra para advertir que arremete contra todos y que está escrita como si hubieran pasado 25 minutos y no 25 años de los tristes sucesos de Vitoria en los que cinco trabajadores perdieron la vida tiroteados por la policía. Pero lo cierto es que yo conservo poca memoria de esos hechos y que allí se relata el vergonzoso papel que desempeñó en aquellos días Manuel Fraga, por entonces ministro de la Gobernación. Sólo por eso, por mi poca memoria y por la actuación y las declaraciones de Fraga, vale la pena leerlo.

Las personas que ven cambiar el mundo desde la puerta de su casa o desde una diminuta librería de la calle de Ferran poseen una gran virtud: pueden tener razón o no tenerla, pero nunca olvidan. En ellas se conserva el recuerdo de lo que ha ido transformándose en torno de su inmóvil obstinación. Quizá, en estos tiempos en los que nadie parece interesado en indagar las lagunas o los despropósitos de la historia oficial, deberíamos cuidarlas como parte esencial de nuestro más incómodo y oculto patrimonio.

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