_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La soledad de las estatuas

El Partido Popular de Granada intenta cíclicamente colocar una estatua en homenaje al primer alcalde franquista de la ciudad, Antonio Gallego Burín. Lo ensayó sin éxito cuando gobernaba en el Ayuntamiento granadino, pero la inminencia de unas elecciones, y el temor de que la oposición utilizara el origen político del homenajeado para ilustrar la arqueología ideológica del partido, recomendaron aplazar el reconocimiento. Entre tanto, se resignó a colocar la estatua de un fraile y la de un aguador con su burro. Ambos siguen en su lugar, con el mismo gesto impávido de convidados de piedra.

Cerca de dos años después de que el PP perdiera la alcaldía su concejal Miguel Valle ha vuelto a proponer la colocación del monumento. Los argumentos empleados para recabar el consenso de todos los partidos han sido los mismos: que más allá de las raíces políticas de Gallego Burín es menester reconocer su pericia como urbanista y hombre cultivado (instauró el Festival de Música y Danza). Al margen de que fuera un excelente urbanista -lo que es discutible- la justificación de un homenaje únicamente por motivos técnicos encubre un hecho fundamental: para que Gallego Burín fuera alcalde fue preciso que los mismos que lo auparon al cargo detuvieran al alcalde socialista elegido democráticamente, Manuel Fernández-Montesinos, y lo fusilaran frente a las tapias del cementerio en los albores del alzamiento franquista.

Pero más allá del empecinamiento del PP en proponer periódicamente la colocación del monumento, en esta ocasión ha sorprendido la respuesta tardía dada por los tres partidos progresistas que gobiernan el Ayuntamiento de Granada que, según el PP, aceptaron al menos estudiar la propuesta. Durante cuatro o cinco días, en efecto, estudiaron una moción exenta de misterio y al final dijeron que no, que no habría estatua, pero también por razones técnicas: la escultura, como cualquiera de nuestros inmigrantes, carece de papeles, es una escultura indocumentada a pesar de que el PP pagó en su momento cerca de 15 de los 18 millones de pesetas que costó.

Con esta respuesta, los representantes del PSOE, IU y PA han contribuido a ese afanoso proceso de borrar la memoria histórica en el que todo el mundo parece estar embarcado con más o menos consciencia.

Lo más fantástico de este caso es que la estatua lleva esculpida hace años y que reposa, exiliada y perpleja, en un rincón del taller del escultor. El hombretón de dos metros, ataviado con un abrigo metálico, destocado y con la cabeza un poco humillada y los ojos pensativos, transmite un aire de desolación infinito.

El de estatua es uno de los destinos más melancólicos de un ser humano. El esculpido, con su gesto vano de venir o de quedarse, después de los aplausos inaugurales, es abandonado sin remordimiento por los mismos que lo ensalzan sobre un plinto en mitad de una glorieta casi siempre sucia. A la estatua, cumplido el trabajo del consenso, sólo le cabe esperar el desgaste de la intemperie y una invisibilidad creciente fruto del olvido de las generaciones venideras.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_