Minerva
Tengo la suerte de verla desde mi terraza. Ella también puede verme a mí, que es otro tipo de suerte. Altísima y altiva, oscura e impertérrita, mantiene sus dos afanes recortados, sobre el edificio del Círculo de Bellas Artes, contra este cielo precioso de Madrid que cada día amanece más imprevisible. En sus ciento veinte años de empeño le han caído chuzos de punta a esta Minerva que ha logrado, como diosa de hierro, no desfallecer. Guerra y sabiduría son esos dos afanes, sin contradicción: contra los elementos hay que pelear para alcanzar la altura, con una mirada que se eleve, con una lanza alerta. Minerva no es naïf.
El Círculo de Bellas Artes entregó el miércoles sus medallas de oro a varios creadores e intelectuales distinguidos por sus aportaciones a la vida cultural: Emilio Lledó en Humanidades, Martín Chirino en Artes Plásticas, Rafael Moneo en Arquitectura, Rafael Azcona en Cine, Juan Hidalgo en Multimedia, Amancio Prada en Música y José Luis Gómez en Teatro. Qué más da quiénes fueran los de la medalla o lo que pensemos de su aportación cultural. Lo curioso es que, en una generosa proyección de tinte freudiano, el Círculo entregaba medallas cuando la medalla se la merece el Círculo y debería ser recibida por él. Porque, excepto Minerva, hace apenas diez años todo en el Círculo parecía condenado a caer, a volverse cascotes decadentes de un esplendor que muchos ni siquiera podíamos recordar, y su fachada y sus muros, su mortecina iluminación, sus polvorientos rincones, despedían ese tufillo a casino de provincias, mezcla de un patetismo y una nostalgia sin remisión.
Entonces llegó un hombre y apañó como pudo un equipo de acción. Puede que desde una terraza ese hombre se hubiera inspirado muchas veces observando la mano con la que la diosa no había dejado de empuñar su lanza, erguida la cabeza, protegida con casco del desánimo. Puede que este hombre ni siquiera tenga terraza y que, desde la altura suficiente de un ser humano a pie de calle, sólo alzara la vista, piso por piso, entre columnas y entre ventanales, hasta apenas intuir el futuro de esa herencia. Puede ser, simplemente, que todo se deba a que ese hombre que cruzaba un zaguán espléndido y triste, con la enorme y apenas verosímil responsabilidad de rescatar su brillo, era un poeta. Se llama César Antonio Molina y durante los años que ha dirigido el Círculo de Bellas Artes ha demostrado dos cosas. La primera, que con afán de lucha y de sabiduría se hacen las cosas bien, se salvan del declive; la segunda, lo que es capaz de gestionar, con la mirada en apariencia ausente, un poeta. No digo cualquier poeta; digo un poeta de los que creen en la altura.
Mientras en un piso del Círculo se entregaban medallas, un par de ellos más arriba se presentaba un libro de la escritora y periodista Pepa Roma, titulado Jaque a la globalización. Lo presentaban, junto a la autora, José Vidal Beneyto, que es un chico muy joven y lleno de ilusiones políticas al que la vana fuerza de los años le ha puesto cuerpo y cara de señor mayor, y Joaquín Estefanía, que es un economista en cuya mesa de trabajo conviven, en lógica ideológica, los papeles con datos del Fondo Monetario Internacional y las fotos de su perro. Dos palabras protagonizaron las intervenciones de todos ellos: disidencia y resistencia. Recordaban la frontera histórica que supusieron los acontecimientos de Seattle para los movimientos sociales; recordaron a las mujeres que en los países pobres y en conflicto ejercen la justicia de la memoria; Pepa Roma advertía de que la globalización conlleva, mundialmente, el mayor enriquecimiento de una minoría y el imparable empobrecimiento de una mayoría cada vez mayor. Se apelaba a la disidencia y a la resistencia en perfecta armonía con los de las medallas de oro de un par de pisos más abajo.
Y arriba, Minerva en tensión, bélica, intelectual. Le dije a César Antonio que algún día le pondrían un busto en la puerta del Círculo. Se le perdió un poco la mirada, torció el gesto: 'No, yo quisiera que me recordaran por uno de mis poemas'. Por eso es un buen gestor.
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