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Reportaje:

Golpe al orgullo ruso

Con el fin del laboratorio orbital desaparece el penúltimo símbolo de Rusia como superpotencia

Con la Mir murió ayer el penúltimo símbolo de que Rusia (o la URSS) fue algún día, todavía no lejano, una superpotencia mundial, capaz de plantar cara a EE UU en conflictos regionales de cuatro continentes, en la carrera de armamentos o en la conquista del espacio. Lo único que queda de ese antiguo y peligroso esplendor es un impresionante arsenal atómico y un tratado sobre antimísiles balísticos con Estados Unidos, amenazado de muerte por los planes de George Bush y sus halcones de desplegar un escudo anticohetes para defenderse de la amenaza (real o imaginada) de países como Corea del Norte e Irán.

Cuando la estación orbital comenzó a montarse en el espacio, allá por 1986, la perestroika (reestructuración) de Mijaíl Gorbachov, comenzaba ya a transformar la Unión Soviética. Sin embargo, aún era imposible imaginar siquiera que el resultado de ese trauma sería la desintegración de la URSS en 15 repúblicas independientes (con Rusia como principal heredera) y un tránsito del centralismo comunista a la economía de mercado que tal vez haya hecho algo más libre el inmenso espacio soviético, pero en forma alguna más próspero.

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En estos años, Rusia ha perdido muchos trenes, como el de la revolución tecnológica, y la Mir, allá arriba, ha sufrido por ello vaivenes sin cuento. Su valor de símbolo del orgullo ruso, sin embargo, le ha permitido una supervivencia con la que ni siquiera soñaron sus creadores. Se pensaba que funcionaría un máximo de 5 años, y ha muerto con las botas puestas con 15 bien cumplidos.

La Mir ha sido un triunfo político y, conscientes de ello, primero el presidente Borís Yeltsin y luego su sucesor Vladímir Putin se resistieron a ordenar su ejecución. El antiguo agente del KGB con resabios de la época imperial soviética sólo tomó la decisión cuando ésta se hizo inevitable, pese a la rabiosa oposición comunista y el luto de decenas de cosmonautas veteranos.

Naturalmente, las cosas en la estación orbital no fueron las mismas desde que la URSS saltó en pedazos. Se admitió publicidad en la nave, se firmó un contrato de colaboración con EE UU para el trabajo conjunto con el transbordador espacial, se abrió la nave a tripulantes de numerosos países, se negoció con el ahora independiente Kazajstán las condiciones de utilización del polígono de Baikonur, se aceptó incluso el entrenamiento de turistas espaciales (como el estadounidense Denis Tito), se creó una firma (MirCorp) con inversores extranjeros para la explotación comercial de la estación y, en definitiva, se incorporó al programa una mentalidad nueva cuya filosofía se resumía así: la Mir también puede ser un buen negocio. El gran operador de la nave, la corporación Energía, cotiza ya en bolsa; y el principal fabricante de cohetes, Krunichev, cubierto en tiempos soviéticos por un espeso velo de secreto, sobrevive gracias a sustanciosos contratos internacionales.

La penuria rusa está en el origen de muchos de los percances que ha sufrido la Mir pero, no obstante, lo que más sorprende es que, incluso enfrentándose a gravísimos problemas presupuestarios, la estación orbital haya sobrevivido más allá de lo esperado y haya sentado las bases para que el trabajo de la Estación Espacial Internacional (ISS) vaya por un camino mucho más predecible y tranquilo.

Sin la Mir (que demostró que es posible la supervivencia en el espacio por largos periodos de tiempo), la ISS sería todavía un proyecto a medio plazo. Con la Mir, todo parece ya posible, desde la fundación de colonias lunares hasta, tal vez en este mismo siglo, la llegada del hombre a Marte.

Pero, sin la Mir, Rusia ya no puede seguir llamándose superpotencia espacial. Ése papel se lo reserva en exclusiva EE UU, que lleva la parte del león (porque es el que paga la mayor parte de la factura) de la estación internacional. En ese proyecto, Rusia es, si acaso (y sólo a efectos tecnológicos, pero no financieros), el segundo de a bordo. No es poco. La ISS aprovecha, por ejemplo, los avances rusos en la tecnología de cohetes lanzadores y de naves de servicio, en la construcción de módulos y en la formación de astronautas. Por eso, en la propia NASA se dice a veces que la Mir ha sido la primera fase de la ISS.

El primer bloque de la Mir, lanzado en 1986, fue un regalo al 27º congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) decidido por el comité central, en detrimento del proyecto de transbordador espacial Burán. Y, sobre todo, fue un triunfo de la 'gran patria socialista' que una URSS ya en plena cuesta abajo exhibió con orgullo ante el mundo.

Por eso mismo, la muerte programada de la Mir se presenta hoy como símbolo de un fracaso político, prueba hecha más de mil pedazos de que Rusia ya no es lo que era. Por mucho que Putin reivindique el derecho a un trato de igual a igual por parte de EE UU y que amenace con una carrera de armamentos si se rompe el tratado de misiles. Una utopía, si se tiene en cuenta que el presupuesto de defensa ruso es 50 veces menor que el estadounidense.

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