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Mafalditos y Libertades

¿Quién lo inventó, aquello de que la infancia era la patria? Puede que para algunos, demasiado jóvenes, la cosa nos cogiera casi niños. Los de la generación de 1960 -nutrida de Villatoros, Susannas, Icetas y otras raras y magníficas especies- llegamos ciertamente tarde a todo. Tarde a la revolución sexual, que como la hicieron los mayores y se lo pasaron en grande, a nosotros nos quedaron sólo las reliquias. Mucha mítica, mucha película Orgía, mucha comuna, y todo ya en fase de batallitas. Ni bocado... Y tarde llegamos a la revolución familiar, a la ideológica, a la social, etcétera. Hasta la muerte de Franco nos cogió tarde, puros preadolescentes zampándonos el champán (por esos tiempos, que me perdonen los Sant Sadurnís, no había cava) que nos ofrecían nuestros padres de la revolución. Bueno, revolucioncita, que lo del antifranquismo no llegó nunca a la categoría épica. De manera que algunos, a pesar de ser hijos de la cosa, no nos hemos quedado colgados de la percha sentimental y vamos por ahí buscando patrias, huérfanos de esa patria que para tantos fue el antifranquismo. Pero, ¿y los de verdad? ¿Cómo llevan aquello tan feliz que patentó nuestro comunista nacional y quedó escrito para la historia? ¿Aún contra Franco consideran que vivían mejor? Para nada, nada, nada, me dirán en tropel todos, felizmente libres, felizmente instalados, felizmente oficiales, felizmente aburguesados. 'Aquello era durísimo', nos dicen con voz de clandestinos que oían a Raimon, se enamoraban de Maria del Mar y esperaban 'el truc de matinada'. Nadie, en voz alta, va a decirnos que aquello le gustó.

'A pesar de que el franquismo fue un invierno de los duros, muchos vivieron su particular, loca, fascinante y seductora primavera precisamente en ese invierno. Y fueron felices'

Y seguramente no les gustó. ¿A quién, que no milite en un respetable pero inequívoco masoquismo, va a gustar una dictadura? No les gustó, pero les enganchó. Les enganchó tanto que una parte sustancial del desconcierto de la izquierda, del desenganche de tantos en las luchas colectivas y, sobre todo, de la decepción colectiva, viene de ahí. De esa cosa freudiana, puro manual de psiquiatra argentino, que es enamorarse de la propia adolescencia. A pesar de que el franquismo fue un invierno de los duros, muchos vivieron su particular, loca, fascinante y seductora primavera justamente en ese invierno Y fueron felices. No sólo porque tocaba ser feliz, sino porque tenía un sentido lo que hacían. Todo aquello tenía sentido colectivo. Y de ahí nacieron los mitos que luego poblaron nuestros pinitos democráticos, los primeros ayuntamientos, esos líderes de pana y barba que se afeitaban de golpe y aprendían inglés, esos sindicalistas que se nos volvían ministros, esa gente, ésa, que era nuestra gente y llegaba. Llegaba... Llegó y, con perdón, la jodió. Le pusimos tanta utopía, tanta misión espiritual, tanta carga moral al fardo histórico con el que cargamos, que lógicamente arribaron donde arribaron: en el mejor de los casos, a una sana mediocridad. Que no nos pase lo mismo del antifranquismo con el antipujolismo: tanto pensar que es la panacea, y que cuando llegue esto se dispara, que quizá nos llevemos un chasco monumental. Y con el globo hinchado de aire y luego pinchado, que no nos quede la cara de '¿qué carajo ha pasado aquí?'.

Pero vuelvo a mis queridos padres de la revolución. ¿Dónde están? No hablo de los líderes políticos en activo, eternos en su ubicación pública, sino del entramado social que conformó un paradigma cultural, una manera de entender la vida y la política, una sensibilidad en definitiva. Esos que cantaban con el Pi lo de la 'cultura, una palabra delicada', y leían el mejor Márquez y fueron Quico, el progre, en míticas viñetas. Los acuso, con el cariño que da ser madera del mismo árbol, de tres dejaciones básicas, de tres abandonos. Los Mafalditos y las Libertades de nuestra educación sentimental -¡qué novelas habría hecho Flaubert con ellos!- han abandonado el interés público, han hecho dejación de su espíritu crítico y se han jubilado prematuramente. Ayer me encontraba con Màrius Díaz, el mítico alcalde comunista de Badalona, en la época en que ese territorio comanche aún soñaba. ¿Qué hace ahora? Pasea sus libros y su inteligencia por la Vall d'Ordesa, retirado del mundo y sus miserias, aún enganchado a esos recuerdos de sus canciones labradas a golpe de amigo Labordeta. ¿Es el único? Es un paradigma y por eso, con perdón y con amor, lo cito. Son legiones los Màrius, legiones los colegas que, una vez instalada la democracia, dejaron en manos de los dioses sus responsabilidades ciudadanas, creyeron que eso ya no iba con ellos y, después, cuando el tiempo puso en hielo los sueños, buscaron un buen culpable -Pujol de nuestros amores- para regar cómodamente su insatisfacción. Y así dejaron de hacerse preguntas. Sorprendentemente continúan pareciéndose unos a otros, como en la época de la trenca y el Cambio bajo el brazo, pero ha variado la formulación del clonismo: ahora visten todos de diseño, versión Ferran Mascarell, ya no leen tanto pero comen mucho, todos convertidos en expertos enólogos y latosos gastrónomos. Como si después de Marx llegara Álvaro Palacios. Tienen casas en la Cerdanya (o aledaños), adonde han trasladado sus viejos libros y sus viejas utopías, de vez en cuando montan suquets para practicar la amistad y la nostalgia, y la mayoría se nos han vuelto abuelos casi sin saber que fueron padres. ¡Jubilados! Prematuramente, incomprensiblemente, inadecuadamente nuestros Mafalditos y nuestras Libertades se han salido del plano público y sólo lo atisban para mostrar que no 'era això, companys', sin decirnos qué no era lo que no era.

¿Por qué determinados tótemes de la izquierda han hecho lo que han querido? Porque los Quicos progres se fueron un día de vacaciones a Cuba y... aún no han vuelto. Y nadie, nadie, ha puesto en la picota las propias miserias. Nadie ha reelaborado el discurso. Nadie ha reinventado el paradigma progresista lejos de la nostalgia adolescente y de las batallitas memorialísticas. Ellos (y por ende, todos) aún son aquello que fueron. Pero claro, como ya no es lo mismo, ya no saben qué son, perdidos entre la indignación del pujolismo y el salto mortal de sus sueños rotos. Por eso se jubilan y se dedican al buen vino: para poder vivir, camuflados, en el paraíso de la nostalgia.

Pilar Rahola es escritora y periodista.pilarrahola@hotmail.com

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