Contra la tristura
¿Se deprimen las mujeres más que los hombres? Todos los estudios sobre la depresión que han cruzado el siglo registran una incidencia superior sobre el género femenino, tal como si las mujeres fueran más receptivas biológicamente a este mal. Los últimos datos arrojan dos mujeres deprimidas por cada varón pero la proporción era incluso de cuatro a uno hace cincuenta años. Hace cincuenta años coincide, aproximadamente, con el fin de la Segunda Guerra Mundial o con el fin de la Guerra Civil española. Como los análisis se refieren al conjunto de Europa y Estados Unidos podría deducirse que el mal coincidiría con el luto de numerosas viudas, novias, madres y hermanas. Los hombres deprimidos serían menos porque buena proporción de ellos habrían muerto ya.
La psiquiatría rigurosa distingue, sin embargo, entre la depresión y la infelicidad o la tristeza. En la actualidad, la laxa disposición clínica a administrar fármacos contra cualquier muestra de aflicción hace que se venga a tratar lo mismo una depresión endógena que un duelo, una falta de sustancias bioquímicas que un trance melancólico. El médico moderno, inducido por la pragmática norteamericana, prescribe para curar el malestar, aliviar la desesperanza o sortear con celeridad el dolor. Lo importante en este expediente de la cura es devolver el individuo a la vida productiva y sin detenerse a considerar qué clase de sentimiento proviene de una patología y qué otro pertenece a la misma experiencia de vivir. Tratar de eliminar farmacológicamente el pesar por una muerte o un desamor resuena todavía como una maniobra de extirpación. Si de la vida se eliminara el afrontamiento de la adversidad, si los malos tragos se endulzaran todos, si se acortaran artificialmente o se abolieran los periodos de amargura, ¿quién puede asegurar que no se alterarían también nuestras capacidad para saber y querer? ¿Quién podría, en fin, garantizar que la memoria de nuestras vidas se correspondería con nuestras vidas?
Los psiquiatras más interesados por la condición humana afirman que si el número de mujeres deprimidas dobla hoy al de los hombres no es tanto por una filigrana hormonal como debido a una mayor ambición femenina por ser feliz. A las mujeres les importaría más la felicidad que a los hombres. Por una parte parecen experimentar, siendo madre, amando intensamente a sus amigas, compenetrándose mejor con la naturaleza, un gusto especial por vivir. Por otra, menos requeridas hasta ahora para cumplir con una idealizada meta profesional detectarían menos esa clase de desengaños. Con esos ingredientes, las mujeres soportarían de peor manera la insatisfacción vital y reclamarían con incomparable ahínco el derecho ser dichosas. Esto explicaría que, en los sondeos, se declararan, en legítima protesta, deprimidas y que acudieran más cargadas de razón y desenvoltura a las consultas de los psicólogos o los psiquiatras. En la misma línea, por el contrario, si los hombres deprimidos son censados en cantidad inferior obedecería a que o bien no toman en consideración tan grave sus tristezas o bien se avergüenzan de confesarse apesadumbrados y con escaso ánimo para bregar.
El mundo de la depresión puede representar en cada momento de la cultura el índice espontáneo que califica la calidad de la organización social. Más depresiones en nuestro tiempo se corresponden con más soledad, más déficits de autoestima, más sentimientos de culpa, peores adecuaciones a las metas, incrementos de ansiedad. Hace cuarenta años, Eric Fromm escribía que el poder procuraba insuflar sentimientos tristes en los ciudadanos porque así resultaban más fáciles de manipular. Pero ahora no hace falta que el poder despliegue esta estrategia. Está desplegada ya. La depresión es una de las tres grandes plagas de la época y tiende a convertirse en la primera. ¿Habrá que responder a esta invasión de tristura sólo pidiendo hora, hombres y mujeres, en la Seguridad Social?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.