El espectador insobornable
A veces la gente se pregunta cómo está Francisco Ayala, que ayer cumplió 95 años aceptando a regañadientes los homenajes de quienes le admiran mucho antes de que cumpliera esa edad tan importante. ¿Y cómo está Francisco Ayala? Un día, hace 10 años, cuando ganó el Cervantes, tuvo en Nueva York una enfermedad gravísima, de la que salió porque es saludable de natural, porque tuvo cerca el cuidado perenne de Carolyn Richmond, la escritora norteamericana que con tanto amor ha seguido su obra y su persona, y porque no le dio la gana de rendirse ante el reto de aquel mal que en otras naturalezas hubiera sido irreversible. Meses después un periodista le preguntó en Madrid cómo estaba. '¿Cómo estoy? Ah, ya se me había olvidado'. Desde entonces no se ha conocido en Ayala ningún decaimiento de salud; Fernando Savater dijo hace poco que a él le gustaría estar como Ayala, pero a los años que tiene ahora el filósofo vasco, que no debe estar muy lejos de la cincuentena. Mario Vargas Llosa siempre describe a Ayala subiendo y bajando las escaleras de la Academia; habla mucho de Ayala el escritor peruano, pero siempre comienza su rememoración o su crónica de lo que hace, escribe o piensa Ayala haciéndonos ver con qué agilidad se desplaza, como si eso también fuera un síntoma de la agilidad con la que aborda el pensamiento, la escritura y la vida. Enriqueta Antolín le preguntó una vez por algunas de las razones de su fortaleza, y él citó una muy principal, su capacidad para estar en soledad. Antonio Muñoz Molina utiliza ahora retazos de su memoria para escribir Sefarad, pues Ayala personifica en su biografía, y también su actitud insobornable, la continuidad laica y civil de esa cultura republicana aplastada por el fascismo que tanto exilio y tanta ruina moral causó en España.
Ayer, en este periódico, la profesora Rosa Navarro se refería, hablando de la pasión del escritor granadino por el cine, de la mirada alerta de Ayala, que le sirve también para seguir teniendo una mirada temible, audaz e insobornable ante todas las cosas que pasan en la vida. Una vez le invitaron a La Moncloa, en tiempos de Felipe González: no fue, nadie le preguntó antes qué opinaba de la vida nacional, para qué tan tarde. Consta que ahora su pasión civil contempla este país con melancolía, no ve las cosas bien, pero compara aquel país de color gris mosca que vio cuando empezó a romper su exilio y considera que hay motivos de entusiasmo. Aunque no es un feminista bobalicón, estima que el siglo que pasó tuvo en la mejora de las condiciones de vida femenina uno de los grandes adelantos.
Es un hombre vital, y a los 95 años está así, rodeado de gente que va a verle, uno a uno, él no es hombre de grandes aglomeraciones, aunque ayer aceptó algunas, a pesar de que cuando cumplió 90 en Granada, su Granada, dijo que se olvidaran de él los organizadores de fastos. Aunque dice que es tan sólo un espectador, en esas conversaciones estimulantes que sostiene con los que le van a ver se le observa incisivo y cabreado; le dijo a un periodista, hace poco tiempo, que procura no mirar atrás para no caer en la voluptuosidad de las nostalgias. Y, aunque hizo memorias -Memorias y olvidos-, no es un hombre que cubra esas zonas extensas de su conversación recordando lo que pasó, lo que les pasó, está en el futuro, subiendo y bajando escaleras.
Anoté ayer por la mañana algunas frases sobre él. Luis Alberto de Cuenca: 'Cumplirá más de 150; es un pionero de la longevidad'. Juan Vida: 'Lujo de conocerle: fue al entierro de mi abuelo, vecino de mi padre, de su misma edad, y se parece a él; por eso hay tanta pasión en el retrato'. Y Ayala: '¡Que no quiero cumplir los cien! El tiempo transcurre y yo estoy en el tiempo, y sigo siendo yo mismo en el tiempo'. Le pedí a Carolyn Richmond una palabra que le hiciera justicia a Ayala y me la dio: 'Bueno'.
Babelia
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