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Columna
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Tocar un libro

Cuando el señor Negroponte, el más ambicioso proyectista de autopistas de la información, decidió explicar en qué consistía su apuesta, lo hizo escribiendo un libro; quiero decir: lo hizo en forma de libro. ¿Será por el prestigio que aún le queda al libro impreso en papel? ¿Será porque, hoy por hoy, la exposición pública de una reflexión sigue necesitando un soporte que tienda a propiciar esa reflexión? La lectura exige las cualidades de soledad, paciencia y reflexión para dejarse querer; sin ellas no hay lectura buena que valga. Pero en la actualidad se va perfilando una cualidad más, quizá de segundo orden en cuanto a importancia, pero sin duda característica: el tacto. A medida que vayan progresando e incluso imponiéndose otros soportes al papel, creo que el tacto va a pasar a convertirse, cada vez más, en un elemento integrante del placer de la lectura.

No es que antes no lo fuera; lo que quizá ocurriese es que no lo apreciábamos como tal, como elemento de importancia. Y no sólo el tacto. Yo he visto en muchas ocasiones a amigos y a desconocidos abrir un libro que están hojeando con la intención probable de comprarlo y llevárselo a la nariz, así abierto de par en par, para aspirarlo con deleite. En esa ubicación del apéndice nasal entre los medianiles del libro no había sólo un placer inmediato y una promesa de satisfacción sino también un ejercicio de memoria. El papel, la tinta, incluso las colas, le remitían al olfateador a otras lecturas que, sin duda, debieron ser extraordinariamente placenteras para haber quedado asociadas al olfato. Una memoria que quizá operase de libro en libro o quizá le recordara una colección de libros, o una serie particular, o incluso una época determinada de la edición -no olían igual los libros de Al Monigote de Papel, de Janés, que los de El Club de la Sonrisa, de Taurus, como tampoco olían igual los policiacos de la colección El Búho que los de El Séptimo Círculo venidos de la Argentina; ni la Biblioteca Breve de Carlos Barral que la actual Biblioteca Breve, que ni siquiera va cosida.

Ver, oler y tocar: tres sentidos de cinco se aplican al libro. De todos, la vista es el principal, pero el tacto es tan constante como ella. El lector establece, al adquirir un libro, una unidad de medida que le permite manejarse con relativa facilidad; esa unidad es la página; una vez asimilado el tamaño de ésta y apreciado el grosor de los cantos, la vista y las manos trabajan perfectamente unidas para avanzar, para retroceder, para buscar, para orientarse... Incluso cuando el libro se cierra porque hemos terminado de leer por el momento, las manos acarician las tapas como se despide una pareja hasta la cita del día siguiente. En fin, no quiero ponerme lírico.

Tampoco apocalíptico, entiéndanme. No estoy haciendo un canto a la belleza y felicidad del libro y la lectura para acabar cayendo sobre ustedes en el último párrafo con alguna revelación aterradora sobre el futuro que nos espera. Yo, mientras la lectura siga siendo asequible, acepto cualquier soporte por el que me llegue. Pero si puedo elegir, elijo el libro, que es lo que hizo el señor Nicholas Negroponte en alguna de las áreas de descanso de sus autopistas de la información porque, hoy por hoy, en cuanto a personalidad cultural, el libro sigue sin tener rivales de peso.

Así como se ama a la literatura, ¿se puede amar a un libro? Me refiero al soporte, claro, no a una obra determinada. El amor a la literatura es básico para disfrutar de ella y para sentar las bases del gusto. ¿Y el libro, el objeto que la contiene? Hay libros bellísimos y libros vulgares, aunque todo depende de lo que el lector vea en ellos, como les ocurre a los enamorados con sus parejas. La lectura es un acto de amor y un acto en el que el entendimiento se pone en marcha y se carga gracias a la imaginación. Pero tocar un libro es como tocar a un amante. El que no sabe hacerlo no sabe lo que se pierde.

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