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CONTRATO CON EL DIBUJANTE
Columna
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El turista perplejo

Se acabaron las bromas. Entramos en Arrigorriaga. Salíamos de los 80 y el escritor, poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, comenzaba así el relato de su visita al Pais Vasco dentro de un largo periplo por Europa del que dejó una extensa crónica de viajes. Hubo dos aspectos que le dejaron perplejo, la obsesión colectiva por las pintadas en los pueblos y el encuentro que mantuvo en un restaurante con Xabier Arzalluz: 'Si uno está acostumbrado a vivir en la jungla- le explicó el líder jeltzale- deja de sentir miedo. Mire, debería usted leer lo que Humboldt escribió hacia 1800 sobre el carácter de los vascos'. Desde entonces en la 'selva vasca' han cambiado muchas cosas, aunque las pintadas y el carácter al parecer siguen inmnutables y en Bilbao, gracias al Guggenheim, por fin se ven turistas.

Tribulaciones, impresiones y conclusiones del extranjero ante el 'Bilbao Meravigliao'

La capacidad de observación del dibujante le ha convertido ultimamente en entomólogo; se dedica a estudiar esta nueva especie que camina bajo la lluvia con la misma pasión que la célebre naturalista inglesa que dedicó su vida a observar los gorilas en la niebla. Tanta contemplación le ha ensimismado, le ha vuelto taciturno, hasta el punto de concluir que el turista vive entre la perplejidad y el desamparo, mirando siempre hacia arriba con un mapa en la mano. 'Cuando salen del Guggenheim- dice el dibujante- donde el concepto de modernidad sitúa un paño de Armani o una Harley Davisson al mismo nivel que a un soneto de Shakespeare o de Las Meninas, no saben muy bien qué hacer ni a donde ir'.

Elvira Etxebarría directora del CIT de Bilbao lo tiene más claro: '¿Qué hacen? Pues patear, mezclarse con la gente, entrar en los bares, preguntar, visitar el Casco Viejo o mirar la ciudad desde Artxanda, procuran fundirse, hacer la mismo que todos nosotros'.

Ese voluntarioso empeño de fusión se pone a prueba a la hora de comprobar la leyenda y realidad del tremendismo gastronómico. En el momento del almuerzo, el visitante, acostumbrado al tentempié frugal del mediodía y poco exigente con las exigencias del estómago y del paladar, se enfrenta a la desmesurada oferta de las excelencias de nuestra cocina. El turista deambula entre los restaurantes que han incluido en su oferta un menú turístico propio de un contorno de sidrería babilónica y en aquellos cuyo carta parece un tratado de culinaria. Algunos incluso consiguen llegar a los postres con el buche lleno de ácidos como un triquitraque. Los que superan la prueba sin ayuda del Alka Seltzer suelen llegar al hotel con la cara descompuesta, 'piden un yogur, una botellita de agua y se van a la cama; sobre todo los americanos que suele ser gente muy mayor', cuenta el chef de un hotel de lujo.

Dicen las malas lenguas que el día después, tras haber cumplido con el viejo precepto de 'donde fueres haz lo que vieres', muchos de ellos terminan saliendo del paso en el snack del hotel, despachando una hamburguesa en el Mac Donald o simplemente comiendo un humilde sándwich en un banco del parque.

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El dibujante insiste: ve a los turistas despistados, perdidos en una música sin dueño. Es sin duda la impresión marcadamente subjetiva de un observador melancólico y hay ciertas afliciones que sólo pueden combatirse con Prozac o con estadísticas. La directora del CIT. prefiere hacerlo con unos dossieres tan categóricos como incuestionables: a los extranjeros que nos visitan no les gusta viajar en grupo. Van por libre, forman parte de eso que se llama 'turismo de calidad'. Nada que ver con el turista accidental, ya saben -'si hoy es jueves esto es Bélgica'- saben muy bien donde están y a qué vienen, aunque se den excepciones tan notables como la de aquellos ingleses que pidieron en la recepción del hotel la dirección del tablao flamenco más próximo.

El alarmante déficit de vascología en estas gentes sólo pudo entenderse por el modo y manera que llegaron a la ciudad. Según parece, vinieron desde Francia por carretera. Al pasar por Bayona divisaron un enorme cartel turístico ilustrado con arroz, castañuelas y una montera que anunciaban 'Corrida, flamenco et veritable paella'. La confusión no conoce fronteras y también causó estragos en aquellos ricachos de Alabama que hacieron alto en un crucero para soñar el arte de los omeyas en el Salón Arabe del Ayuntamiento de la mano del mismísimo alcalde-guía, convencidos de que todo aquello algo tenía que ver con la Mezquita de Córdoba.

Obviamente, la vascología es una ciencia que está al margen de la ciencia y que no viene en las guías turísticas, así que no está al alcance de cualquiera. Es fruto de la extensísima literatura escrita por entusiastas visitantes extranjeros, ingleses, alemanes, austríacos, yanquis, franceses, italianos, belgas y húngaros que, por medio de libros, cartas y crónicas, expresadas en su mayor parte con ditirambos, recogen su admiración sin límites por nuestro país, su paisaje, su paisanaje y costumbres. Si añadimos los libros publicados aquí que glosan lo que otros han cantado de sus impresiones podríamos emular a la mítica Biblioteca de Alejandría.

Ahora mismo sostengo en mis manos dos pesados tomos de artículos editados durante los dos últimos años en medios de todo el mundo. Se trata de la neo-vascología provocada por el Efecto G que ha hecho de Bilbao una marca y de Euskadi un destino. 'El exotismo del País Vasco', dice el Moskovskaya Prava; 'Bilbao Meravigliao', titula una revista italiana...

Pero mucho antes fueron notarios ilustres de esa fascinación visitante el italiano Navaggiero, que atravesó el territorio vasco en diligencia dejando un diario de viaje, el holandés Cock, el duque de Clarendon, el diplomático nortemaricano Lee o el antropólogo Broca, pero ninguno nos cogió tan bien el puntito como Humboldt, tal y como le explicó Arzalluz a Enzesberger : '(...) escribió en 1800 sobre el carácter de los vascos. Ya mi bisabuelo, allá por los años sesenta del siglo pasado, estuvo en prisión por sedicioso. Al restaurar nuestro caserío encontré su fusil. Todo el país está lleno de zulos...'

Sinceramente, le digo al dibujante, Enzesberger no debió ser el último turista perplejo.

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