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Columna
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Social

Al éxito de la película El Bola no parece ser ajena la materia temática que la nutre: el mundo de los malos tratos, en este caso de un menor. Con este y otros filmes de contenido equivalente, el cine español comienza a dar pasos seguros en la recuperación de asuntos con raíz social. El cine inglés los lleva dando hace tiempo con notorios éxitos de taquilla, como Full Monty o, ahora, Billy Elliot; a la vez, su narrativa se ocupa también de estos asuntos. Tengo muy reciente la lectura de la obra de un joven novelista británico, Andrew O'Hagan, Padres nuestros (editorial Debate), sobre el derrumbamiento de los sueños de la socialdemocracia, también contaminados de gestiones indecisas y confusas.

O'Hagan aborda este tiempo de decepciones con una mirada poética y crítica a la par, sin demagogias pero sin registros light, a los que tan propensa ha sido la narrativa española del posfranquismo. La degradación y la visión tópica que sufrieron dejó inservibles para muchos años los temas sociales en nuestra narrativa. Tanto es así que ha llegado al gran público como moneda de uso corriente. Siempre recuerdo la reacción de una estudiante a la lectura de un poema de Jaime Gil de Biedma: '¡Pero hay obreros y todo!'. No era una reaccionaria ni su posición social se lo permitía, y sin embargo tal fue su comentario.

Algunos narradores españoles se han llevado años proclamando que la única patria del escritor es la infancia, o la literatura, o la nostalgia, etcétera, lo cual es verdad pero sólo una parte de la verdad. Entretanto, la realidad social ha sido non sancta, gradualmente non sancta pese a las apariencias. Es verdad que no puede mirársela con las lentes maniqueas del ayer, maniqueas y simplificadoras, y que esa realidad se ha complicado tanto que los viejos esquemas son eso, viejos, pero también es cierto que esa nueva realidad forma parte de nuestras vidas, lo queramos o no: no podemos ser ajenos al mundo de la droga, ni de la inmigración, ni del paro, ni de la marginación, ni de los malos tratos y los infiernos familiares. La poesía sí ha dado algunos pasos en esta línea de incorporación de realidades ingratas pero bien existentes. Valgan los nombres de Luis Antonio de Villena o Roger Wolfe.

No pocos han identificado la autonomía de la novela con una placentera excursión por las galaxias olvidando que la literatura, guste o no, es una práctica ideológica, una praxis, por anticuada que suene la palabra, pues el arte lo es, un instrumento de análisis (y modificación de lo real, por el simple hecho del análisis, conforme al principio científico de la incertidumbre), y que la propia literatura del yo y sus gozos y padecimientos -por ejemplo, la poesía de Juan Ramón Jiménez- no es ajena a los movimientos de la realidad. Naturalmente, en modo alguno se trata de impugnar a Juan Ramón por no ser social, pues fue otras muchas cosas, y nada gratuitas (por ejemplo, un panteísta, un enriquecedor de la percepción de la realidad, un salvador del lenguaje), ni se trata de reivindicar una dogmática percepción social del mundo, pero sí de reclamarle a nuestra novela una preocupación que no puede habitar extramuros de ella salvo que la queramos convertir en un producto manufacturado, prêt-à-porter y neutro para la sensibilidad y las ideas. Este platonismo, que cree que la conciencia está al margen de la realidad, es bastante más impuro de lo que parece.

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