Autonomía universitaria
El Consell de la Generalitat y las universidades valencianas han roto de nuevo hostilidades, si es que en algún momento las habían interrumpido. Como diría el escolástico, es propio de su respectiva naturaleza andar a la greña. Por estos pagos, al menos. En este caso, el motivo está en el anteproyecto de ley de consejos sociales de las universidades públicas que propone el Gobierno y que las citadas instituciones docentes rechazan sin paliativos. En puridad aducen que se les quiere poner un dogal tutelar que allana su autonomía. ¡Santa palabra!
Como el lector sabe, los mentados órganos no son un invento reciente. Ya estaban ahí desde 1985, cumpliendo teóricamente el papel de servir de puente entre la sociedad y la universidad, un cometido que, tal como está regulado, resulta más solemne que práctico, pues apenas si concreta sus términos, con la agravante de que cada universidad lo ha reglamentado a su aire y, según aducen quienes ahora proponen la aludida reforma, la sociedad, tanto como la Administración, apenas si tocan bola, reduciendo su participación a la de meras damas de compañía. Una suerte de paripé que se quiere enmendar a fuerza de aumentar y definir las funciones de los consejos y modificar asimismo su composición, primando la componente social y administrativa.
Tanto en estos momentos como en la proyectada reforma, el Consejo Social ejerce la supervisión de las actividades económicas de la universidad, así como su control y rendimiento. Pero el nuevo texto legal pormenoriza qué obligaciones y derechos comporta esta competencia a fin de que no se quede en mero papel mojado. Y son mogollón los derechos y competencias, que no se limitan a las financieras y patrimoniales. Contemplan igualmente numerosos aspectos de la gestión docente, como la creación o supresión de facultades y escuelas. Al parecer se ha echado mano de las atribuciones que figuran en las legislaciones homólogas de otras comunidades autónomas, sin dejarse ninguna en el tintero, de tal modo que a la luz del anteproyecto la sociedad y la Administración se convierten en el gran hermano que vigila y escudriña la universidad
No ha de sorprendernos, pues, que la comunidad académica se sienta allanada y se rebele contra el nublado que le acecha, apelando a su sacrosanta autonomía. Lo cual apunta al tuétano del asunto. ¿Dónde empieza y acaba ese coto? ¿Cuál habría de ser el cometido del Consejo Social, reducido hoy al de mero don Tancredo? Tal es el plano en que se establece el debate que ha de afrontarse. Salvada la intocable libertad de enseñanza e investigación y quizá algunas otras parcelas exclusivas de la gestión docente, todo lo demás es negociable y bueno será que se negocie para dejar claro de una vez -ya que no parece estarlo- el marco de la autonomía universitaria y los derechos que conciernen a la sociedad y al consejo que la representa. Con ello no postulamos, ni por asomo, una intervención invasiva y paralizante en el estatuto de las universidades, pero éstas no pueden soslayar -ni la sociedad tampoco- que el erario público, los dineros de la Generalitat, las subviene con más de 80.000 millones de pesetas al año, y que ojalá aumenten. Algo o mucho, consecuentemente, habrá de decir el pueblo soberano o sus representantes.
La iniciativa, como es obvio, le corresponde al partido que gobierna, el PP, y nos parece plausible que haya cogido el toro por los cuernos. Pero éste no es un asunto partidario, sino un problema de Estado, comunitario, que la oposición ha de afrontar con ese criterio. A la postre se trata de que el propendido nexo entre sociedad, Administración y universidades - especialmente amparado por el Informe Bricall- no sea un simple estribillo y los consejos sociales un adorno o coartada. Queremos decir que ha de salvarse la tentación de caer en la demagogia, como ya se percibe entre quienes se escandalizan porque esta propuesta tenga una fuerte carga política y fiscalizadora. ¿Cómo habría de ser, deportiva y lúdica?
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