_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Carnaval, carnaval

Como estamos en carnavales, podemos disfrazarnos de cualquier cosa. Por ejemplo de elecciones. Qué bien. Lo malo que no ha sido una elección voluntaria, la de convocar elecciones, quiero decir, porque el Imperio Romano andaba ya bastante tocado del ala, algo así como en decadencia. Bastaba fijarse en lo mucho que su Cicerón se aferraba a la caducidad. Cada dos por tres decía que el contrario tenía mucha caducidad y nunca supimos si era porque le quedaba mucho margen de fecha o, por el contrario poco, vamos, que no sabíamos si el aludido podía aspirar a más mandatos que Fraga o disponía de menos recorrido político que Bartolín. Desde luego, no sé dónde comprará él los yogures, Cicerón, vaya, pero hasta en el súper más cutre vienen con más plazo que muchas de sus soflamas, por lo que cabe colegir que nos hablaba en clave y cuando se refería a la caducidad estaba entonando un canto a la decadencia, a la mutabilidad de los tiempos, al todo pasa, un canto, en suma, como de cisne.

Pues sí, cuando los tiempos andan revueltos se suele notar mucho en la retórica, dado que también se revuelve y dice cosas de lo más chuscas por no decir churriguerescas. Tomemos otro ejemplo, el de nuestro César Ibarretxius. Según se desprende de sus filípicas -lo lamento, pero aunque le suenen a gonzálicas no tiene nada que ver-, sólo hay dos mundos el mundo del sí y el mundo del no, en el que figuran los asesinos, pero mutatis mutandis, también las víctimas ya que aquéllos producen el no a la vida y éstas, aunque se dejan la vida, dicen -o así lo asegura Ibarretxius- no a todo. Ahora bien, como no existe más que un no, el César, a fuerza de abstraer, hace sofísticamente de los dos noes uno para así poder oponerle un sí que también es uno, el suyo, faltaría plus y sin descodificar. De modo, que el Imperio Romano se encierra alrededor del sí mientras aguanta a pie firme y monolíticamente -no hay urbe sin su monolito- la ¿decadencia?

Pero no hay tal; me refiero a que no existe sólo un sí. En su afán por querer mostrar el mundo según su deseo -lo suyo es lo único y cae por su propio peso, los demás no tienen mundo, sólo incordian-, el César y Cicerón omiten que llevan por dentro fracturas y que de hecho sólo representan a una parte de los suyos. Por lo que se da una esquizofrenia manifiesta, ya que por debajo de sus togas romanas ocultan una vocación de irredentos galos, de modo que Cicerón se llama también Arzallux, Egibar, Obelix -el que le lleva los menhires-, y el César, Idefix -Ideafija, en traducción cabal-, ese perrito tan adorable como un peluche que acompaña gustoso y fiero a los dos héroes que tanto gustan de repartir mamporros. Sí, el poblado de los galos -¿o era de los romanos?- anda muy revuelto y no se ve en el horizonte ningún caldero de pócima mágica, pero tampoco ni un triunvirato o, cuando menos, un biunvirato que lo pueda remediar.

En el horizonte sólo se vislumbran los hunos, o sea, los que parece que van a unir sus dos tribus en una. Esos hunos que llaman a la puerta exigiendo que se cambien las costumbres a la voz de ya. Hombre, también hay mucho echador de cartas, mucho lector de posos de café que cree que la historia sólo se hace por ellos y, desde luego, un buen número de carnavalistas que se ven más como marcianos. Pero, claro, los romanos sólo ven a los hunos y, como no pueden tomarlos por una civilización, han empezado a venderlos como destructores de la romana, o puede que sea de la gala, no sé, con tanto disfraz no hay quien se entienda. Lo cierto es que no hacen más que lanzarles dardos y venablos. Hasta el apacible Anasagans se ha liado la toga a la cabeza -la toga- y ha echado su cuarto a espadas. ¡Que no cunda, empero, el pánico! Son cosas del carnaval y el carnaval siempre ha consistido en lucha entre la carne saliente y el pescado entrante. Lo único, la muerte. Eso sí que no cabe dentro del carnaval, por mucha careta que lleven los asesinos, por mucho que disfracen la muerte de campaña electoral y traten de enmascarar su última orgía de sangre invocando los daños colaterales. Así que maldición para ellos y justicia para los muertos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_