Bush deja atrás la posguerra fría
EE UU busca preservar su hegemonía militar, desplazando la carrera armamentística hacia el espacio
Algunos creyeron verlo ya en 1998. Otros, en las últimas semanas. Empezara cuando empezara el fin de la posguerra fría, la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca marca el inicio de una nueva etapa mundial. El nuevo presidente quiere marcar una línea divisoria, con una 'nueva visión estratégica', como ha señalado esta semana en un sonado discurso en los cuarteles de la OTAN en Norfolk. En estos años, EE UU ha adquirido una posición hegemónica. Y, por las declaraciones que se están produciendo con la llegada del nuevo equipo a Washington, ese país no sólo se ha acostumbrado a un mundo al menos temporalmente unipolar, sino que su estrategia es mantenerse lo más posible en esa situación. En esta perspectiva se pueden situar muchos de los pasos que, según ha anunciado, dará la Administración de Bush, desde el escudo antimisiles hasta la reducción unilateral de su armamento nuclear, con unas Fuerzas Armadas dotadas de un 'arsenal de alta tecnología'.
Bush ha ordenado una revisión a fondo de la doctrina estratégica de EE UU, de sus programas de armamentos y de los acuerdos de control de armamentos. Uno de los encargados de esta tarea en el Pentágono es Andrew Marshall, de 79 años, pero que no se puede calificar de conservador en sus ideas. Por el contrario, es de los que consideran que EE UU ha prestado demasiada atención a Europa y poca a Asia, o que debe disponer de cazabombarderos con mayor autonomía, pues en un futuro no contará con bases suficientemente cerca de los enemigos potenciales.
En esta revisión de su enfoque global, Rusia ha caído como prioridad para Washington, mientras sube China, que se está convirtiendo en una obsesión. Ese desprecio hacia Rusia es una de las cuestiones que separan a esta Administración de los europeos, y puede estar detrás de las pruebas de misiles estratégicos realizadas el pasado viernes por Moscú para recordar: 'Aquí estamos'.
La visión de la Administración de Bush lleva a considerar que ha perdido sentido una disuasión basada en la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD), o incluso que han perdido valor las armas nucleares (pese a que casi todos los países nuclearizados estén modernizando los vectores para portarlas). De ahí la disposición a reducir, incluso si Rusia no sigue, el arsenal nuclear americano de 7.519 cabezas en la actualidad a la mitad o una tercera parte. Es también una manera de deslegitimar el Tratado ABM, que limita los sistemas contra misiles balísticos y que se interpone en los planes para desarrollar un escudo contra estas armas.
Los rusos disponen de un sistema contra misiles balísticos en funcionamiento, autorizado por el Tratado ABM de 1972. Quieren preservar este Tratado (que prohíbe, entre otras cosas, el despliegue de tales sistemas en mar, aire y espacio), sobre todo por lo que tiene de simbólico para ellos y su estatus de potencia. Y buscan un acuerdo europeo y con EE UU. Javier Solana, míster Pesc, ha declarado en Moscú que el ABM era un tratado caduco, y que había que explorar nuevas vías de control de armamentos.
Aunque aún no se sepa en qué consistirá el o los escudos, de lo que no cabe duda alguna es de que la Administración de Bush va a desarrollarlo, con el apoyo tanto de republicanos como de demócratas. Pues, aunque se desconozca si llegará a funcionar incluso de un modo limitado dentro de 6 a 10 años como mínimo, es un programa sumamente popular: lo apoyan 7 de cada 10 estadounidenses, y está arraigado en la historia reciente de EE UU, pues el primero que lo planteó fue el presidente Lyndon B. Johnson en los años sesenta, para luego ser recuperado de forma mucho más grandiosa por Ronald Reagan, en las postrimerías de la guerra fría, con su Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), popularmente conocida como guerra de las galaxias, por el título de la serie de películas de George Lucas.
Lucas está rodando nuevas entregas de la serie. Pero la idea del escudo renace en un contexto completamente diferente, que no es el de Reagan y la guerra fría, ni es una manera de afrontar, y derrotar, una bipolaridad que es ya cosa del pasado. Bajo el epígrafe de Defensa contra Misiles Balísticos (BDM, en sus siglas en inglés) había, en la anterior Administración de Clinton al menos, tres programas en marcha. Uno más limitado de mejora de sistemas tácticos móviles de defensa basado en los Patriot, ensayado durante la guerra del Golfo. Una Defensa de Teatro contra Misiles (TMD), pensada para Europa u otros lugares. Y la más famosa Defensa Nacional contra Misiles (NMD).
Clinton se había resistido a este programa, pero fue cediendo ante las presiones del Pentágono. El objetivo era limitado: lograr unos sistemas que impactaran directamente contra misiles atacantes. El plan contemplaba 250 de estos interceptadores. No se trataba, pues, de lograr un escudo total, fácilmente penetrable si se multiplicaran los cohetes enemigos, sino una protección contra ataques de misiles lanzados por error o por un Estado loco, evitando así caer en situaciones de chantaje. Cuanto más cerca se desplegaran los radares e interceptores del lugar de lanzamiento de los misiles atacantes, mejor. De ahí la necesidad de contar con el apoyo de los europeos (los daneses con la base de Thule en Groenlandia; los británicos con Flyingdales, e incluso, quizás los polacos). El sistema no puede proteger ni contra ataques masivos ni contra actos de terrorismo, como el maletín con una minibomba nuclear o bacteriológica. Como pocos podrán seguir, con la NMD puede llegarse a una curiosa carrera de armamentos con un único corredor: EE UU.
El presupuesto calculado se situaba en torno a los 17.000 millones de dólares durante 10 años, es decir, una quinta parte de lo pensado para la guerra de las galaxias reaganiana. Pero en algo esto se parece a aquello: es una forma de subvencionar la industria militar (y civil) en unos momentos difíciles, y de lograr derivadas tecnológicas que pueden tener aplicaciones diversas, por ejemplo, respecto de las armas con láser o de infrarrojos, u otras, que pueden otorgar a EE UU una superioridad tecnológica sin parangón. Como ha comentado William Pfaff, 'un programa de Defensa Nacional contra Misiles es un programa de la industria aeroespecial, no un programa de seguridad nacional'.
Los presupuestos del Pentágono habían pasado de 436.000 millones de dólares (constantes de hoy) en 1985 a 296.000 millones hoy. En teoría, el superávit presupuestario en EE UU puede ser una enorme fuente de dinero para financiar estos nuevos proyectos. En la práctica, Bush tendrá serias limitaciones. Ya ha alertado de que quiere un presupuesto militar con músculo y sin grasa, y no necesariamente mucho mayor que el actual. Lo que sí hay que tener en cuenta es el peso del Pentágono en esta Administración: su actual secretario, Donald Rumsfeld, ya lo fue anteriormente; el vicepresidente Cheney, también, y el jefe de la diplomacia, Colin Powell, fue máximo mando militar, aunque con una visión poco dada al uso de la fuerza, y varios cargos importantes de segundo nivel han pasado por el Departamento de Defensa.
Ahora Bush está revisando sus opciones sobre la defensa antimisiles. Si da la luz verde, los primeros interceptadores podrían estar listos para 2006. Si en su informe de 1998 el entonces senador Rumsfeld argumentó la necesidad de una NMD frente a posibles ataques de Estados gamberros (rogue states), pero este tipo de argumentos se va esfumando frente a otros: la incertidumbre del entorno estratégico de dentro de cinco o diez años o el evitar que en una crisis regional EE UU pueda actuar libremente sin que una potencia local amenace sus tropas o su territorio.
Bush podría optar por unir los programas NMD y TMD para satisfacer o tranquilizar a los europeos, o incluso a los rusos enfurecidos. La estrategia de Bush parece orientarse a ir adelante con el desarrollo e invitar a europeos y rusos a hacer propuestas sobre la mejor forma de integrar esto en un nuevo marco estratégico. También podría optar por ampliar los planes para poder usar interceptadores desde el mar, desde el aire (con láser u otros sistemas), o desde el espacio, lo que supondría militarizarlo.
Justamente, el control del espacio es verdaderamente lo que está en juego. El segundo informe Rumsfeld, el de la Comisión para Evaluar la Gestión y Organización de la Seguridad Nacional en el Espacio de Estados Unidos, publicado el pasado 11 de enero, es claro. 'Sabemos de la historia que todos los medios -tierra, mar y aire- han visto conflictos. La realidad indica que el espacio no será diferente', asegura, anunciando una 'nueva época de la era espacial'. El informe alerta de que 'EE UU aún no ha tomado los pasos necesarios para desarrollar su capacidades y mantener y asegurar su superioridad' en el espacio. El temor es ahora a un 'Pearl Harbour espacial'. EE UU, y el resto del mundo desarrollado, se ha vuelto mucho más dependiente en unos satélites que son vulnerables a microaparatos (satélites parásitos) que se pueden adherir a ellos para activarse a distancia en un momento crítico. La cuestión es si se van a subir armas (láser u otras) al espacio.
El control del espacio en los próximos años puede empezar a convertirse en lo que fue el del mar en los siglos XVIII y XIX, o el del aire en buena parte del XX. La carrera no es sólo militar, sino también comercial. China lanzó en enero el Shenzhu II, su segundo cohete no tripulado, al espacio. China, que ha presentado un faz, además de crítica dialogante, ante las intenciones de Bush, se está convirtiendo rápidamente en una potencia espacial. Ha lanzado una treintena de satélites para otros países, incluido EE UU, y tiene previsto subir otros tantos en los próximos cuatro años. Europa, desde luego, también lo es, y, crecientemente, Japón. La posguerra fría está quedando atrás. Lo que viene por delante no resulta necesariamente tranquilizador. ¿Será el espacio multipolar?
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