La agrupación de alumnos según su rendimiento favorece la violencia escolar
Sólo el 33% de los estudiantes acepta las sanciones, según un estudio hecho en Francia
Los datos sobre el aumento de violencia en los centros preocupan cada vez más al Gobierno francés. La mitad de los alumnos de colegios e institutos franceses estimaban en 1995 como justas las sanciones que recibían; el año 2000 sólo un 33% las creía legítimas. Al mismo tiempo que se hundía la noción de 'castigo justo', la violencia se multiplicaba. En tan sólo tres meses de funcionamiento el teléfono Jeunes violences écoute recibía, sólo en la zona de París y sus alrededores, más de 70.000 llamadas, un 20% de las cuales se comprobó que eran totalmente fiables. A través de esas llamadas se denunciaban casos de extorsión (un 37%) en escuelas, de violencia física (35%), violencias sexuales y verbales (11%, para cada concepto) o robos (5%).
El estudio de Agnès van Zanten ha puesto el dedo en la llaga de este problema. Según sus conclusiones, la heterogeneidad social de los barrios se traduce en heterogeneidad cultural de los alumnos. Ha tomado como modelo para su investigación un instituto del sur de París, situado en una zona representativa de todas las virtudes y defectos del modelo francés de integración. En ese centro escolar, las malas clases o clases basura desempeñan 'un papel central en la fabricación de actitudes conflictivas respecto a los valores defendidos por la escuela'. En esas clases, los profesores 'están más preocupados por los problemas de disciplina que por mantener una exigencia de nivel escolar' y eso se traduce luego en actitudes poco justas por parte de los profesores: tendencia a los castigos colectivos cuando no se es capaz de identificar a los culpables, a sancionar al que se atrapa con las manos en la masa sin querer ir al origen de la perturbación, a dar las culpas a aquellos que pasan por ser los cabecillas.
Desde 1975, los centros públicos franceses tienen prohibidas, por ley, las llamadas 'clases de nivel', es decir, aquellas que reagrupan a los mejores o a los peores alumnos. En la práctica, quienes tienen entre 11 y 18 años ven cómo los institutos organizan los cursos de acuerdo con criterios inquietantes. 'Se trata de evitar que la distribución en las distintas clases de un mismo curso de los peores alumnos y los más conflictivos sirva para nivelar por abajo la enseñanza', dicen los defensores de las actuales técnicas que algunos califican de 'discriminación sibilina'.
A los 11, en el primer curso de la secundaria, se configura la que será la mejor clase a partir de un único parámetro: que los alumnos que la integren no hayan repetido antes ningún curso. Luego, cada año aparecen otros elementos para ir seleccionando los mejores: las notas, las asignaturas optativas que escogen. Por ejemplo, los alumnos más trabajadores eligen alemán como primer idioma extranjero y el inglés como segundo. La opción 'español' suele asociarse a menor esfuerzo. Otras materias, como la música o el deporte, también sirven de referente para identificar a los mejores alumnos. Este proceso de selección supuestamente técnico se completa, sobre todo a partir de los 13 y 14 años, con otros indicadores, como el origen de los apellidos, el historial de conflictividad o incluso el hecho de ser chico o chica, pues se considera a las alumnas más serias y capaces. En las llamadas clases basura predominan los hijos del Magreb, que a menudo no aceptan la autoridad del profesor.
Durante mucho tiempo, el sistema escolar galo, público y gratuito, ha mantenido un gran nivel de exigencia y una oferta de excelente calidad. La escuela y el instituto desempeñaban una gran papel como ascensores sociales. Hoy, los alumnos no creen que la escuela les trate a todos de la misma manera y quienes van a parar a las clases basura se sienten condenados.
En el estudio, la socióloga también revela que la mezcla, la heterogeneidad, sólo es positiva si va acompañada de clases menos numerosas, se mantienen las opciones y se saben organizar grupos por intereses. Y la heterogeneidad, para que funcione, precisa de que la distancia cultural entre los alumnos que componen la clase no sea abismal, que no los haya que necesiten de enseñanza especial y tampoco un alto porcentaje que eleve la dificultad de las clases.
Pero son los padres los que acaban teniendo la palabra en cientos de casos. Muchos exigen la creación de clases homogéneas, quienes lo ponen como condición para que sus hijos sigan yendo a un centro público.
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