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Columna
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De la declaración a la plegaria

Como han explicado los promotores de la 'Declaración de un grupo de curas de Bizkaia', la proposición 'la mitad del clero vasco dice a ETA: dejad de matar por siempre jamás' no puede confundirse con la proposición 'la mitad del clero vasco NO dice a ETA: dejad de matar por siempre jamás'. Aunque en los momentos en que es preciso definirse decir vale tanto como no decir, y aunque ante un crimen hablar define una posición exactamente lo mismo que mantener silencio, lo cierto es que aquella 'Declaración' no se pasó a la firma de todo el clero y que recibió, una vez publicada, más adhesiones de las 226 firmas originales.

Tal vez como lenitivo de la reconversión del clero vizcaíno y de su sincera petición de perdón a las víctimas del terrorismo, los redactores de la 'Oración por la paz' que se elevó unos días después desde Mendizabala sustituyeron el lenguaje perentorio y el acento dramático de aquella declaración por fórmulas más conciliadoras. En lugar del contundente 'ETA, dejad de matar por siempre jamás. No extorsionéis a nadie, ni amenacéis, ni amedrentéis', los reunidos para orar dijeron: 'No queremos que nadie mate a nadie. Pedimos a ETA que deje definitivamente las armas'. Que nadie mate a nadie, pero allí sólo unos matan; pedir a ETA, como si de una especie de favor se tratase.

Del 5 al 13 de enero, de la declaración a la plegaria, la incipiente radicalidad a favor de las víctimas del grupo de curas se embalsó en el lenguaje de la culpa colectiva y del sufrimiento común que impregnó la ceremonia presidida por los obispos. 'Todos necesitamos perdonar y ser perdonados', se dice en la oración. ¿De verdad? ¿De qué necesitará ser perdonado el cocinero asesinado? Todos hijos de Dios y hermanos nuestros: las víctimas de la violencia y 'los que causan tanto daño', a quienes la plegaria desearía ver 'liberados del sufrimiento que generan y padecen'. ¿Que padecen? No daban la impresión los torturadores de Ortega Lara, cuando se sentaron en el banquillo, de padecer ningún sufrimiento; no la dan los detenidos tras los recientes atentados. Lo único que de verdad padecen es la pena impuesta por un tribunal que los ha juzgado con todas las garantías procesales.

Culpa colectiva y sufrimiento común que se traducen en una propuesta de reconciliación: todos culpables, todos sufrientes, todos perdonantes y perdonados. Naturalmente, el lugar de tan ansiada reconciliación es la misma Iglesia vasca que ora reunida en Mendizabala. Pues para reconciliar hay que comprender la razón que asiste a cada parte, hay que situarse en un terreno intermedio, o por encima; hay que insistir en que los comportamientos de unos y otros se derivan de causas profundas, de conflictos ancestrales. Y aquí está la Iglesia, dispuesta a comprender a todos, perdonar a todos, reconciliar a todos.

Y así, mientras la declaración anunciaba un compromiso activo de los curas de Vizcaya con los extorsionados y amenazados, la oración sitúa la posible acción colectiva de la Iglesia vasca en otros terrenos. No es ciertamente el que ocupa un impertérrito Setién cuando repite su conocida fórmula: ETA debe dejar las armas / pero si no las deja / habrá que negociar / y pagar un precio por la paz. El nuevo lenguaje no es tan crudamente político; tampoco es el de un compromiso ético con quienes sufren la violencia y contra quienes la imponen. Al construirse sobre términos como paz, perdón y reconciliación, es el propio de una institución que aspira a desempeñar un papel conciliador, una tarea de mediación. La Iglesia vasca, que finalmente se ha asomado a ver qué ocurría en el lado de las víctimas y, sintiendo vergüenza por su conducta pasada, les pide perdón, vacila antes de sacar la última consecuencia de su arrepentimiento. No debería olvidar que el perdón y la reconciliación sólo serán posibles después de que ETA haya dejado de matar; nunca para que deje de hacerlo.

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