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Columna
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Marquet

En el Museo de Bellas Artes de Bilbao puede contemplarse hasta el 16 de abril, una exposición del pintor francés Albert Marquet (1875-1947). En su mayor parte, estas obras han sido cedidas por su propietario, el Museo de Bellas Artes de Burdeos, que es quien aparece en los créditos como especial colaborador de la muestra.

Aunque a Marquet se le inscriba entre los pintores fauvistas, la exaltación del color no figura como fundamento esencial de su carrera artística. Son otros los genuina y básicamente fauvistas, como André Derain, Vlaminck, Jawlensky, Manguin, Valtat, Van Dongen, Friesz, Dufy, incluido el primer Georges Braque, sin olvidarnos de Henri Matisse, artista muy ligado a Marquet al trabajar juntos en sus respectivos comienzos plásticos. No obstante hay obras suyas que son paradigmáticas dentro del movimiento fauvista, tal como la obra titulada Desnudo, llamado fauve, que puede contemplarse en la muestra del museo bilbaíno.

Son otros valores los que se alzan con una mayor profundidad a lo largo y ancho de la exposición. El más notable es su aspiración por captar las luces, las atmósferas de los paisajes que frecuentaba. Paisajes que tienen al mar como protagonista preferencial. Marquet fue un viajero constante. Su vida estuvo marcada por los viajes hacia países cuyas ciudades pudieran depararle la contemplación de los puertos de mar. Se contabilizan numerosos lugares en los que plantaba su caballete ante la ventana del hotel donde se alojaba, como por ejemplo los puertos de Nápoles, Hamburgo, Tánger, Rotterdam, Venecia, Argel, Vigo, Santander, y países varios como Egipto, Rumanía, Noruega, Suecia, la URSS, entre otros. A esto se añaden múltiples emplazamientos de puertos, playas y ríos dentro del territorio francés. Ahí están Marsella, La Rochelle, San Juan de Luz, La Chaume, Pyla, La Goulette, su Burdeos natal, el Sena y muchas localizaciones más.

Al hablar de los caballetes, conviene hacer mención a que los emplazaba en ventanas de pisos altos. Debía ubicarse en lugares de fácil acceso y seguros, en razón a la cojera que padecía desde muy joven, lo que le impedía andar de aquí para allá en busca de otros acomodos, como señalan sus biógrafos. Por ese motivo, podemos advertir que en muchas de sus obras aparece una perspectiva que va de arriba abajo. Esa visión desde la altura es sumamente significativa, además de muy personal en el haber de Marquet.

Sobre esas perspectivas un tanto aéreas, preferentemente en torno a los puertos, Marquet colocaba unas figuras de transeúntes con una calculada impericia espacialista. Lo hacía simplemente para que le sirvieran como notas dinamizadoras de las escenas. Lo que buscaba con ahínco el artista era poseer la multiplicidad de las luces que tenía delante, las atmósferas en todas sus variantes (brumas, nieblas, momentos nevados), para terminar por plasmar cada instante como cosa única y totalizadora. Pongamos que aspiraba a captar el paisaje más que por pericia artesanal, lo quería captar con todos los sentidos y el supremo sentimiento de su vitalidad interior. De ahí que en sus obras se palpe una enorme alegría de pintar, que duró hasta los últimos momentos de su existencia. Sólo la muerte pudo extinguir esa palpitante alacridad.

Por si valiera para entender mejor a este artista, apuntemos que tomó del fauvismo la lección de la simplicidad y la depuración de los temas. Y así, con cuatro trazos conseguía plasmar esplendorosas escenas, que convertían a no pocos de sus cuadros en hermosísimas creaciones. Para comprobarlo, fijémonos en la luminosidad y/o brumosidad de terminados puertos, las escuetas y dulces flores de la ventana de La Rochelle, los paisajes nevados de París, pintados desde el quinto piso frente al Puente Nuevo -su refugio parisiense cada vez que dejaba de viajar por esos mundos de aventuras visuales-, entre otras aportaciones.

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