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Columna
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ETA y Cataluña JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

La desarticulación del comando Barcelona de ETA ha confirmado que existe relación entre la organización terrorista y algunos sectores radicales del independentismo catalán. Es sabido que jóvenes catalanes han participado en campamentos de verano de Jarrai y que instructores de esta organización han estado en Cataluña en tareas de difusión ideológica. Hay inquietud en las instituciones catalanas sobre estos vínculos, que no son simples hipótesis del Ministerio del Interior, como se quiso creer en algún momento. El propio Gobierno de la Generalitat ha puesto en alerta a la policía autonómica. Pero tanto la rapidez con la que se entregaron Sánchez Burria y Larredonda como la decisión de la juez de liberar sin cargos a otras personas que habían tenido relación con el comando confirma que los lazos con la organización terrorista son esporádicos y al margen de cualquier estructura orgánica. Ello significa que es cierto que el independentismo radical por simpatía puede ser -y de hecho ha sido- un ambiente propicio para que los etarras se muevan con alguna comodidad en Cataluña, pero que sería equivocado concluir de este hecho una criminalización de los movimientos sociales independentistas y antisistema.

Si la izquierda ha roto con el mundo de ETA, el catalanismo ha sido bastante más ambiguo. Ahí los terroristas pueden encontrar el eslabón débil en Cataluña

Sería dramático que el espacio de lo posible en la sociedad catalana estuviera tan amurallado que sólo quedarán dos opciones para la transgresión: hacerse skin o hacerse terrorista. Mientras no se demuestre lo contrario, las conductas de colaboración con ETA son de carácter individual. Como tales que hay que tratarlas: exigiendo responsabilidades concretas a quien corresponda. Sería disparatado aprovechar la coyuntura para abrir una especie de caza social del okupa o del independentista, por señalar los dos colectivos en los que parecen darse las simpatías con el independentismo violento vasco.

Tradicionalmente, el tema de la relación entre independentismo vasco violento e independentismo catalán ha sido tabú. Nadie quería mentar el problema por miedo a que fuera realidad y que de los posibles contagios acabara surgiendo una verdadera enfermedad. Hay que agradecer a Esquerra Republicana el haber construido un verdadero cordón sanitario entre su independentismo y cualquier veleidad de utilización de la violencia. Que ahora se hable de este problema puede ser positivo, porque nada es peor en política que aquello que existe y no se quiere ver. Pero sería un error que esta acotación y este reconocimiento de un espacio de posibles simpatías con ETA sirviera para desviar la mirada del verdadero problema de Cataluña con el terrorismo vasco, que no está tanto en unos pequeños grupos de jóvenes radicales como en algunos tópicos todavía asentados en el grueso de la sociedad catalana, incluso en el eje transversal socialconvergente que articula el tan loado oasis.

El mito de ETA, construido bajo el franquismo, tiene una estela alargada. Me parece evidente que ni política ni moralmente puede juzgarse del mismo modo la ETA de antes de 1975 que la de después. Pero se tardó tiempo en percibir esta diferencia. A la izquierda le costó mucho desembarazarse del mito de ETA porque pesaba en la memoria la sensación de que durante la resistencia, pese a las discrepancias de fondo, estaban en el lado bueno. Por si alguna duda había, el reencuentro de viejos izquierdistas de todos los pelajes, junto a socialistas y comunistas, en la manifestación de '¡Basta ya!' dejó sentenciado que la izquierda española había cancelado toda comprensión con los terroristas. Pero en el catalanismo -y uso esta expresión para hacerla más extensa, porque no me refiero sólo al nacionalismo ideológico- a veces parece como si las cosas no estuvieran tan claras.

He asistido, estos meses en que Cataluña ha recibido duramente el impacto del terrorismo, a varias conversaciones en las que, al referirse alguien a los asesinos de ETA, alguna de las personas presentes -gentes de orden donde las haya- expresaba su desacuerdo: asesinos no, luchadores. Todo el mundo está en contra de que ETA mate, pero son muchos los que todavía piensan que alguna motivación política tendrá, como si la motivación política fuera una exculpación (no por ser políticos los asesinatos de Hitler son menos graves). A ello contribuye, sin duda, el modo arrogante con que el Gobierno conduce la política antiterrorista y la sospecha de que está inscrita en una estrategia antinacionalista (o de refundación españolista, si se prefiere) de mayor alcance. Pero las discrepancias o el temor del nacionalismo catalán de pagar una factura que no es suya no deben hacer perder el sentido de los tiempos y de los frentes. Estamos en un tiempo y en un frente: contra ETA. Después habrá otro tiempo y otros frentes: lo que es exigible al Gobierno es que si pide lealtad ahora, se comprometa a practicarla él después. Es decir, a dejar que cualquier proyecto pueda ser explorado siempre que sea por los cauces estrictamente democráticos.

En ciertos sectores, ETA sigue teniendo aureola de víctima porque, aunque sea de modo incorrecto, lucha contra el Estado opresor. El grado de extensión de esta idea es difícil de definir y el grosor de su penetración, también. Pero sale a flote con facilidad en forma de peticiones -sin duda bienintencionadas- de diálogo, por ejemplo, que sólo adolecen de un problema: demuestran un gran desconocimiento de lo que ETA es hoy, porque ETA no tiene el menor interés en dialogar y porque el objetivo de ETA contra lo que ingenuamente se cree no es la autodeterminación del País Vasco. El objetivo de ETA es sobrevivir. De la tregua aprendió que sin violencia dejaba de existir. En dos días nadie se hubiera acordado de ETA. Por eso, volvió a matar.

ETA ha detectado que, por los prejuicios acumulados y por recelos fundados, Cataluña puede ser el eslabón débil de la cadena de resistencia contra ella. Y entre estos prejuicios está cierta triangulación que sitúa en el imaginario político a Cataluña y al País Vasco a un lado y a Madrid enfrente, por la eternidad e independientemente de la realidad concreta. Las confesiones de uno de los detenidos lo confirman claramente: las instrucciones que había recibido de la dirección eran golpear tanto como se pueda en Cataluña. ¿Por qué? Muy sencillo, porque está demostrado que Cataluña es la más sensible a entrar en la vía de las soluciones imaginativas, y, de este modo, seguir ahondado la brecha entre nacionalistas vascos y nacionalistas españoles, que es lo que mayor rentabilidad da a la organización terrorista. Que para este objetivo ETA pueda encontrar cierto caldo de cultivo en sectores independentistas es importante y los poderes públicos deben estar alerta. Pero centrar todos los focos sobre estos aliados potenciales, pasar a la criminalización de cualquier grupo antisistema puede ser un modo de no querer ver la cuestión principal.

En Cataluña todavía hay sombras de duda sobre ETA, todavía se cree que hay una vía política para acabar con la violencia, aunque nadie ha sabido explicarla nunca. Todavía se quiere discutir la evidencia de que en el País Vasco hay un problema de libertades elementales por culpa de ETA. Todavía se piensa en términos de solidaridad con los vascos más que de exigencia. Ciertamente, el problema de ETA no es sólo policial, sino cultural y social. En 20 años de democracia, la sociedad vasca ha sido incapaz de aislar y expulsar de su tejido a la violencia terrorista. Es hora de exigir a los vascos sus responsabilidades más que de acompañarles como plañideras en sus desgracias. Antes de satanizar a los jóvenes radicales catalanes, mirémonos en el espejo la gente mayor, porque quizá es la Cataluña transversal, autocomplaciente y acomodada, la que ayuda, sin querer por supuesto, a que este país sea terreno apetitoso para las hazañas de ETA. Vivimos de viejos tabúes del franquismo y de la transición y se nos están quedando obsoletos.

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