Pasión por la vida
El mundo entero celebra este año a Verdi, el compositor que se asomó solamente un mes al siglo XX, como para dar fe de su pasión por la vida. Una pasión que tiene su epítome en la Messa da Requiem, escrita en memoria de su admiradísimo Manzoni desde lo que un detractor llamaría los tópicos de su estilo operístico y un oyente más atento los logros ya cumplidos de un genio. Todo Verdi está en el Requiem, desde la evocación teatral hasta la perplejidad del alma que se pregunta por lo que habrá más allá, si es que hay algo.
El Teatro Real, que culminará su ciclo de óperas verdianas con pretexto español a partir del 30 de marzo con Don Carlo, ha considerado con acierto que la clave, digamos emotiva, de la celebración, debía ser este Requiem justo el día en que se cumplían cien años de la muerte del maestro de Busetto.
García Navarro, al mando de la Sinfónica de Madrid y su Coro casi recién estrenado, nos ha dado un Requiem ya muy madurado, más desde dentro de lo habitualmente esperable en un maestro, como él, tendente a la extroversión, con un Requiem aeternam inicial verdaderamente conmovedor, un excelente control de las fuerzas desatadas por Verdi en los momentos de mayor empuje, escasas bajadas de tensión -el Confutatis maledictis, por ejemplo- y un especial cuidado por los detalles más expresivos. Su versión no olvidó, desde luego, lo operístico pero trató en todo momento, y consiguió muchas veces, ese punto meditativo sin el que la partitura se quedaría coja.
Para una obra como esta hacen falta un coro con muchas agallas y un aguerrido cuarteto solista. El Coro de la Sinfónica de Madrid salió airosísimo de un desafío nada fácil para una formación que lleva trabajando poco más de un año. Estuvieron valientes y seguros junto a la orquesta y luciendo una limpidez admirable en esos momentos de recogimiento especial que Verdi acerca al canto llano. Son voces jóvenes, irradian frescura y no es difícil, si siguen trabajando así, augurarles un buen futuro. El cuarteto vocal -¿dónde está hoy el ideal para esta obra?- cumplió dadas las dificultades del caso. La soprano Sylvie Valaire circuló mejor por la zona grave pero llegó al final con más dificultades de las previstas dados sus buenos comienzos, quedándose en poca cosa el siempre esperado -y peligroso- si bemol agudo del Libera me. Alicia Nafé dijo su parte con toda soltura -con un dominio que le lleva casi a sobreactuar en algún momento- y mostró su clase y su oficio. Johan Botha solventó con seguridad el Ingemisco y el Hostias y Erwin Schrott, que tuvo en el Mors stupebit su mejor momento, demostró, como correspondía, su condición de todavía joven promesa. La Sinfónica de Madrid contribuyó con su entrega a los buenos resultados de este Requiem del centenario.
Babelia
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