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Columna
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La ciudad Cortázar

Cada vez que se publica algo nuevo o se reeditan libros señeros de Julio Cortázar se provoca un replanteamiento de su valor como escritor. Da la impresión de que por cada aparición o reaparición debiera pasar un examen de calidad. Además, sucede así mientras se encuentra en ese lugar llamado el Purgatorio de los Escritores, que no es más que el tiempo de olvido o semiolvido que sigue a su extinción física, en espera de que su estrella luzca de nuevo en los firmamentos literarios o se apague para siempre.

-Pero, ¿de verdad era un buen escritor?, se preguntan con sospechosa insistencia.

Y es que Cortázar parece estar pasando una especie de Purgatorio activo, es decir, que cuando no hay olvido o preterición, hay una presencia intermitente que lo pone en cuestión de manera automática, como si una exigencia e inquina ajenas hubieran conspirado para dejar insepulta su alma literaria y obligada a rendir cuentas a no se sabe qué implacables jueces de vida y obra; especialmente argentinos.

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Recuerdo una llegada de Julio Cortázar al aeropuerto de Madrid, recién estrenada su nacionalidad francesa, en que una turista argentina, al reconocerlo, se lo reprochó de manera bastante desagradable. Es un asunto gracioso porque la Argentina está (o al menos estaba) llena de argentinos que le reprochaban inventarse una Argentina y un Buenos Aires ficticios, de vivir fuera, en París, y escribir de adentro, inventando una realidad argentina que poco tenía que ver con la realidad real. Se lo reprochaban gentes que eran argentinos hasta la muerte, pero que, miren por dónde, se han sentido siempre los parisinos del Cono Sur.

No sé si se le puede reprochar a un escritor que no refleje la realidad, puesto que trabaja con su experiencia de la realidad, pero creo que sería justísimo reprocharle que no inventase ficciones. Aparte de eso, la realidad, no lo olvidemos, no es más que lo que percibimos como realidad. He llegado a escuchar reproches a Julio Cortázar del tipo de '¿Cómo va a creer uno en el Buenos Aires que cuenta si habla de un tranvía que chirría al pasar por una calle donde no hubo tranvías?'.

¿Saben qué pasa? Que en el Buenos Aires del que habla Julio Cortázar sí chirría en esa calle ese tranvía; y que la familia dedicada a tomar los velorios por asalto también existe; y que los cronopios y los famas existen igualmente. Existen en lo que yo llamaría la Ciudad Cortázar y existen para todos aquellos lectores que se dejan impresionar por la realidad literaria. Incluso existen las ménades de su famoso cuento del mismo título (y éstas en la realidad real; o, si no, sustituyan al director de orquesta del cuento por Jorge Luis Borges y echen una mirada al delirio antropofágico que se ha organizado en su torno en los últimos años). Y conste que aprecio a Borges en lo que vale, pero la mayoría de entregados a su obra y a su nombre son auténticas ménades. Lo cual me hace pensar con entusiasmo que la Ciudad Cortázar existe también, por uno de esos azares misteriosos a los que tan adicto era él, en la misma realidad del genuino Buenos Aires.

El legado de un escritor es el mundo que ha construido con su obra. A ese mundo sólo cabe exigirle que nos divierta, nos emocione, nos conceda belleza, nos haga más imaginativos y más inteligentes. Julio Cortázar, un escritor con una inteligencia llena de vida, hizo textos memorables, otros discutibles, otros que aún nos depararán sorpresas. Creó una Ciudad Cortázar tan real como la literatura misma. Y, para colmo, fue una gran persona siempre, incluso en sus desbordamientos; uno de los pocos escritores que no cedieron a la soberbia que implica la fama y, a la vez, el esnob más tierno, humano e ingenioso que he llegado a conocer. En fin, sólo quería aprovechar la publicación de sus Cartas para recordarlo. Eso es todo.

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