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Columna
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El amor a los perros electrónicos

La mecatrónica es la disciplina que nace de la alianza entre la mecánica y la electrónica. ¿Para qué? En Japón, concretamente, para desarrollar sucesivas generaciones de robots que cumplen desde las funciones de los electrodomésticos hasta los papeles de individuos de compañía. La revista Time en su penúltimo número seleccionaba una serie de personajes a los que merecería la pena seguir durante el transcurso de 2001. Unos son deportistas, otros actores e inventores, otros intérpretes geniales o intrépidos empresarios cargados de energía. Entre los elegidos hay uno, sin embargo, por el que no corre sangre entre sus venas. Se trata de un robot, un famoso robot japonés llamado Asimo, en el que la firma de coches Honda ha invertido centenares de millones de dólares y una investigación de catorce años.

Al fin, Asimo, a diferencia de otros robots más comunes, puede andar y subir escaleras, interacciona con la voz, resuelve operaciones, juega excelentemente al ajedrez, sirve comidas, responde con movimientos de signo emocional a la manifestación de emociones. Todavía no se vende pero podría salir al mercado el año próximo por un precio de 16 millones de pesetas. ¿Alguien comprará un artefacto así? Los japoneses han resultado ser, sin comparación, los más aficionados a compartir la vida con las recientes cohortes de robots que lanzan sus empresas electrónicas. Por el momento, Matsushita, inaugurá el año que viene una casa de retiro robotizada y NEC ha diseñado un robot bautizado como R100 capaz de ambular por los espacios de una vivienda, reconocer la fisonomía de sus habitantes y recitarles su correo electrónico.

El éxito mayor en ventas lo ha conseguido, no obstante, Sony con su perro electrónico Aibo, del que se llevan vendidas más de 50.000 unidades, las 3.000 primeras en veinte minutos. Cuando Le Nouvel Observateur preguntó recientemente a Satoshi Amagai, presidente de la filial de Sony para estos productos, qué razón decide que alguien prefiera un perro electrónico a otro real, la respuesta es que en Japón no existen condiciones urbanas para cohabitar con un animal, especialmente por la extrema angostura de las casas. Pero, encima, un perro electrónico aportaría lo que un amo común solicita de un animal doméstico e incluso más. Un perro electrónico no sólo actúa devolviendo lealmente a su dueño los sentimientos que se depositan en él. Hace incluso plena dejación de su vida y sus instintos cuando el amo se lo reclama. ¿Aprensión a que el perro propio sea una estereotipada réplica de otros tantos aparatos propagados por el mercado? Ninguna. El perro Aibo posee la facultad de automodificar sus reacciones de acuerdo a su experiencia concreta con el amo y con el hábitat particular donde resida. Sus captaciones visuales o auditivas, su secuencia de movimientos y respuestas le van configurando como un ser diferencial sin que quepa, pasado un tiempo, confundirlo con un semejante. Se tiene pues a alguien creado para nuestro reflejo, modulado para sí por las anécdotas de la convivencia; y, sobre todo, se llega a disponer de un ser, aparentemente vivo, que está compuesto por la sustancia de nuestros deseos. ¿Puede alguien imaginar una creación mayor?

Para los europeos el anhelo de contar con una compañía de esta clase puede resultar poco convincente o siniestra, pero en los orientales sus sentimientos, que tienden a otorgar vida a cualquier cosa, sea una puerta o una piedra, conceden al robot la máxima capacidad de entrañamiento. Se logra así culminar, a comienzos del siglo XXI, en una zona de este mundo, la cima del hiperindividualismo. O, en realidad, no se trata tanto de un individualismo extremo como de una plena dimisión de las fastidiosas relaciones humanas. Internet ha supuesto en estos años una importante simplificación de los contactos y ha actuado a la vez como una protección frente a los potenciales ataques del otro. Con el robot, sin embargo, se cumple un paso más. Un paso decisivo mediante el cual el otro de la relación se suplanta, en el colmo del miedo a los demás o del narcisismo, por la reedición simulada de uno mismo.

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