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Tribuna
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1975

Miquel Alberola

Como le pasa a la mayoría de la gente, el general Franco murió muchos años antes de que lo metieran en el sarcófago a finales de 1975. Aunque eso fue mucho después de lo que se deseaba en mi casa, donde cualquier referencia audiovisual al caudillo iba acompañada de una batería de imprecaciones por parte de mi padre. Pero Franco ya estaba muerto, y el dictador lo sabía para su propio escarnio. Existe un terrible desfase de tiempo entre la defunción política y el funeral biológico del caudillo. El franquismo, por el disparate económico que suponía, estaba agotado políticamente una vez había evitado la quimérica colectivización de España con varios millones de muertos. Sin embargo, la miseria de la posguerra solapó el desbarajuste económico de la autarquía, hasta que a finales de los cincuenta, de no mediar el Opus con los planes de estabilización y las divisas de los emigrantes, el Estado hubiera ido a la quiebra. La invasión del turismo, con su pegadiza conducta social, remataría al régimen. Al capitalismo ya no le interesaba Franco más que como guardia jurado, y eso, para alguien enviado por Dios, era un ultraje. Desde entonces, el ámbito del franquismo quedó delimitado a la corrupción, como dogma, y al látigo, como disuasión, para sostener una momia en babuchas con mueca de taxidermista que amenazaba a una sociedad que iba muy por delante de sus gobernantes. A pesar de su vocación sistémica, con sus crímenes y su intervencionismo total, el franquismo no pudo ocupar todos los espacios de la sociedad. Estaba sembrado de fisuras por las que era posible escapar. A finales de 1975, pese a la sangre que goteaba de sus colmillos, Franco ya hacía tiempo que era una cabeza de alimaña disecada con gorra de plato y gafas Ray-Ban, y así se lo hacía notar cualquier burbuja de lucidez en su cerebro, entre el parkinson y la flebitis. Y mientras sus adeptos se aferraban a la oblea, al garrote y al mejillón en escabeche como si fuera la esencia del Alzamiento, sus hijos preferían bailar muy arrimados en la penumbra de las discotecas Sealed with a kiss de Boby Vinton. Debajo de las luces psicodélicas todo eran síntomas de que Franco ya no podía morir en la cama. Era puro fiambre.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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