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Una exposición recuerda en París la voz y el espíritu de la artista Josephine Baker

Documentos inéditos, dibujos, vestidos de grandes modistas y fotos integran la muestra

La voz de Josephine Baker resonará durante unos meses en la avenida Montaigne, de París, como el canto raspado de un gramófono francoamericano del periodo de entreguerras. O como uno de los grandes ecos de la esencia del music hall y el cabaret. Una exposición traza el itinerario artístico de la vida de la cantante y bailarina. Nacida en Saint Louis (Estados Unidos) en 1906, murió bruscamente en París tras una última actuación en Bobino, en 1975. Durante su larga carrera, Josephine Baker fue respetada, reconocida y adulada como una auténtica reina.

Locos años treinta

A los 20 años, nada más atravesar el Atlántico, bajar la escalerilla de los primeros cruceros del siglo y poner los pies en el puerto de Le Havre, se enamoró de Francia. Y Francia, con su generosidad habitual para descubrir artistas venidos de otros países, la adoptó sin reservas y propagó su talento por Europa. Desde entonces, la vitalidad de la pequeña criolla llenó con su arte la escena durante 50 años. Y se convirtió en un mito. Como un ciclón mestizo. Un verdadero fenómeno por su clase y su sentido escénico."Con la elegancia y la potencia características de un pájaro exótico", escribió Francisque Laurent en una crónica de La Tribune. Su chispa, su personalidad extravagante y barroca, ataviada con plumas y plumeros, no le impidió ser una mujer independiente y libre. Jugó un papel activo en la Resistencia al nazismo. En 1963 desfiló por Washington con el pastor Martin Luther King, contra la discriminación racial y a favor de la igualdad de derechos para todo el mundo.

Una artista completa

La virtuosidad de su voz, descrita como "un curioso instrumento, mezcla de saxofón, coro en sordina y flauta", gana inmediatamente los elogios de la crítica. Era la vedette de las plateas y salones Folies Bergère, el Casino de París o Marigny. Era la época de los locos años treinta, de Maurice Chevalier; la galantería y el porrazo burlesco, los monólogos a lo Sacha Guitry, el exotismo colonial, el crepitar de las primeras radios, los suntuosos e imperfectos inventos industriales, el film Zou-zou con Jean Gabin y el colo-cao.A los veinticinco años de la desaparición de Josephine Baker y los 75 de la revista de variedades Nègre, París rinde homenaje a quien le trajo el perfume y el swing americano, una rebelión estética mezclada con un sueño de sedas y lentejuelas para olvidar los escenarios sanguinarios de la Gran Guerra. Un tiempo para Josephine Baker, en el que la danza, el teatro,el cine o la canción se juntaban y separaban alegremente y todas las artes eran una.

El edificio Drouot Montaigne, en el teatro de los Campos Elíseos, muestra por primera vez al público a través de testimonios (De Gaulle, Paul Colin, Le Corbusier) y documentos inéditos, trajes para la escena, dibujos de estilistas, vestidos de grandes modistas, fotos, objetos (vestidos acartonados, recamados con lentejuelas, mascarillas, pelucas y maniquíes) e incluso instrumentos de maquillaje y de baño (lacas, gominas y fijadores Bakerfix, brillantinas Bakerskin para colorearse las piernas), una extensa panoplia de prendas que evocan el mundo interior de la diva.

Josephine Baker fue, sin duda, una innovadora del kitsch; de los perfumes pigmentados con fragancias mundanas; cuchicheos mezclados con champaña y delirio transexual. Lo mejor de la exposición, contrapunto al aire asfixiante que se respira en lo que, en realidad, es un museo de cera, son una foto con su leopardo Chiquita, la serie de 16 desnudos naturalistas de una gran belleza o los ingenuos carteles anunciando las tórridas Noches de Argel.

No obstante, el plato fuerte de la exhibición que se muestra durante estos días en la capital francesa es un cortometraje de Gaumont, en el que vemos a la artista realizar una danza delirante, con saltos y agitaciones epilépticas afrocubanas, con los pechos oscilando como bolsas de goma, bizqueando, poseída.

Pero de este espectáculo se desprende, sin ninguna duda, alegría, una sonrisa de pájaro, una cara iluminada desde dentro, embrujada; como sólo puede surgir, en palabras de Paul Achard, "con la expresión infantil del deseo, su llamada, su ardor salvaje, alcanzando lo patético. Josephine Baker reía, lloraba, y de su cuerpo subía un canto primero cristalino y después ronco".

Completan la exposición una serie de clichés del fotógrafo Peter Lindbergh para la edición italiana de Vogue, de 1988. Para ellas tomó como alias a las modelos Naomi Campbell y Linda Evangelista. Otra historia. Porque Josephine Baker levantaba la sala de los musicales de entusiasmo. El público la aplaudía o temía por su vida.Quizá el secreto de su éxito esté contenido en la espléndida definición que ella ofrece de sí misma en sus memorias: "Yo hago dar vueltas a mi espalda como una rueda de máquina en la carne, juego a las canicas con mis ojos; yo alargo mis labios cuando me da la gana y corro a cuatro patas cuando se me ocurre. Yo agito todas las miradas. Ni bailarina, ni comediante, ni siquiera negra; Josephine Baker, eso es todo".

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