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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Sorpresas y misterios de Palau i Fabre MONICA ZGUSTOVÁ

Monika Zgustova

La madre con un niño pintada por Picasso me da la bienvenida. Estoy en el Centro de Arte Santa Mónica. Para entrar en la exposición sobre Josep Palau i Fabre, poeta, narrador, autor teatral y especialista en Picasso, hay que adentrarse físicamente en este símbolo de la vida.Entro en un salón lleno de juguetes y dibujos infantiles; la reconstrucción de la infancia del poeta está encabezada por una de sus frases: "Hasta aquel día había vivido queriendo creer que yo era el autor de mi vida". Sonrío, pero pronto mi risa se desvanece: desde una pantalla la voz grave del poeta recita su célebre poema La sabata, que tanto escándalo causó hace unas décadas: "He donat el meu cor a una dona barata. Se'm podria a les mans. Qui l'hauria volgut?". La voz de Palau i Fabre suena a conjuro y me acompaña en las salas siguientes, donde aprendo que en su exilio parisino, que duró 15 años, entre los cuarenta y los cincuenta, Palau tenía conocidos tan ilustres como Cocteau, Sartre, Camus y Octavio Paz, algunos de los cuales, además de Thomas Mann y André Breton, firmaron en 1949 el manifiesto de Palau i Fabre contra el franquismo y la entrada de España en la ONU.

"Totes les noies fines que ronden a ma vora no han tingut la virtut de donar-me el consol que dóna una abraçada...", prosigue desde la pantalla la sombría voz del poeta, mientras me adentro en la sección siguiente: la desintegración del yo. Aquí se escenifica que Palau es al mismo tiempo hombre de las cavernas, alquimista, Don Juan, hombre de genio, alienado y eremita. En esta creativa exposición, llena de sorpresas y misterio, dirigida por Vicenç Altaió (KRTU) y de la que es comisario Julià Guillamon, cada aspecto de la mente del poeta está presentado como una instalación artística.

"L'home no plora pels ulls, plora pel sexe, i és amarg plorar sol...", resuena, desde la pantalla, la voz exorcizante del poeta, que sigue recitando La sabata, mientras yo, como una voyeur cualquiera, miro por un agujero en la pared su vida en la soledad. Al igual que en la vivienda de muchos escritores, en su cabaña hay una máquina de escribir, una mesa y una silla, varios libros y apenas algo más. "No tengo casa ni puerta por donde salir de mí": esto susurra el Palau poeta maldito desde un cartel colgado en la pared. Me acerco a la instalación que representa las fantasías amorosas del poeta, un cielo hecho de espejos en el que las estrellas del cine mudo se reproducen hasta el infinito. Como Don Juan, Palau sueña con poseer a todas las mujeres, porque poseerlas es convertirse en inmortal. Entonces recuerdo ese hermoso espectáculo que de su obra de teatro La confessió o l'esca del pecat ha hecho Hermann Bonnin, que vi hace unos días en el Espai Brossa. Más allá de la provocación del marco del confesionario, el Palau-Don Juan vierte sobre el espectador un cubo de agua turbia: los deseos eróticos del hombre (y de la mujer) más celosamente ocultos.

De la sala que muestra una veintena de libros que Palau i Fabre ha dedicado a la vida y obra de Picasso y que le han convertido en uno de los máximos especialistas mundiales en la materia, llego a un reducido espacio a oscuras. Tres paredes negras, sobriamente adornadas con blancas máscaras mortuorias y una pantalla en la que flotan máscaras de la muerte. Palau mismo concibió el onírico cortometraje que se proyecta en esta capilla de meditación. De repente una docena de chicos y chicas de un colegio entran y se quedan callados. En esta capilla todos los presentes hemos comprendido la lección que Palau nos ha dado sobre nuestra condición común: la de extranjeros en la vida, la de solitarios en la muerte.

En todo momento, un par de trabajadores van dando golpecitos de martillo encima de los carteles y las instalaciones, mejorando así su acabado. La humilde actividad de esos hombres me comunica que una obra de arte, como la vida, nunca está terminada, sino que sigue haciéndose siempre.

Manolo S. Urbano
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