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Sombras que nos pueden

Vicente Molina Foix

Uno de los consuelos más infalibles del cine es el gobierno emocional que sus actores y actrices componen para nosotros,electores de pago unidos en la oscuridad de las salas. El arte al que se dio el número siete ha progresado gracias a mucha gente situada en muy diversos puestos de la cadena de producción; por delante del acontecimiento, detrás o a ambos lados de la cámara, dando sentido y orden en una mesa de montaje a la amalgama final de las imágenes. Artistas, industriales, técnicos, escritores, profesionales de la belleza física y fotográfica: fantasmas necesarios de un fenómeno paranormal. Pero en el parlamento de la pantalla quienes nos representan -como ministros arrebatadores, charlatanes, corruptos,intachables- son los intérpretes, y de ahí nuestro alto grado de crueldad, de devoción ferviente o amor herido hacia ellos.Si vas al cine mucho los ves crecer al compás sostenido de un familiar cercano, llevando tú la cuenta de los kilos de más o las bolsas bajo los ojos que ya le empiezan a algún querido galán maduro a salir en el primer plano. Yo sufrí, por ejemplo,por Michelle Pfeiffer, que tuvo un pequeño herpes labial. No afeaba su cara ni le impedía seguir siendo gran actriz, y aun así anduve unos meses enterándome de los últimos remedios aparecidos contra ese virus. Hace varias películas que no se lo veo.

Lo mejor de estas cortes generales del cine es la variedad.Estrellas conservadas en el caldo de su leyenda, desgarbados adolescentes nacionales con encanto, carne más rotunda de importación americana, malos de voz meliflua y exquisitos modales, damas características versadas en el Método Stanislavski. La elección nos hace libres.

Me lo recuerda un libro caído en mis manos, O.K. You Mugs (Pantheon Books, Nueva York, 1999), con un subtítulo que se explica solo: 'escritores sobre actores de cine'. De entrada, mi atracción fue por el nombre del compilador principal, Luc Sante, uno de los más estupendos practicantes del moderno género de la ficción memorial. Aunque se recogen piezas sobre los divos escritas por divos, lo que predomina es la exaltación poética del secundario. El propio Sante, que aporta una preciosa galería de bribones clásicos y actuales, se para en Richard Conte y John Carradine, en Michel J. Pollard y Edmond O´Brien, en Lee Van Cleef (al que elogia por el modo tártaro de entornar los ojos) y, memorablemente, en ese prototipo del elegante a la europea que fue George Sanders, quien parece "haber ido a la ópera más que al cuarto de baño".

Luego están las declaraciones de amor inevitables. La "sexualidad nasal" que Manny Farber siente en Jean Harlow, el tributo rendido de Patti Smith a Jeanne Moreau, "que insufló misterio a mis andares". La Smith cuenta con mucho encanto cómo se preparó antes de ver a su actriz adorada en la obra maestra de Losey, Eva; semanas de ensayo de una risa hastiada y un gesto de caída de la cabeza, mientras el cigarrillo y el martini se turnan en la mano, que lleva en la muñeca un brazalete de diamantes. Sólo cuando creyó haberse superado,cuando su estado de gracia era algo semejante al que Moreau emana desde la pantalla, se fue la joven Patti a la puerta del cine para comprar el ticket de los sueños.

John Updike no muestra inconveniente en que sepamos que Doris Day le atrajo carnalmente. La tenía siempre en sus fantasías juveniles, y la odió con intensa brevedad el día en que la actriz, "ignorando mis sentimientos", se casó con un saxofonista. Nunca critico a nadie por amar a alguien, aunque a mí me parezca el ser amado deleznable. En el caso del autor de Corre, Conejo hay algo más; mientras la imagen de Marilyn Monroe "nos arrulla como una luna vista desde la cama de un motel", Doris Day, sigue el novelista, posee "fuerza religiosa". Tampoco en los asuntos de fe me inmiscuyo. Si aquella dulzona rubia pazguata le hacía levitar, allá Updike. Es lo que tienen los misterios del firmamento estelar.Los actores cumplen en el relato cinematográfico una superlativa misión de trasmisores creativos, pero una vez acaba la película son tuyos. Los has pagado, los votas una y otra vez, y de ti depende que sigan en el cielo o te los bajes al suelo democrático de la vida real.

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