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¿Esto no es ópera?

El abucheo de un espectáculo público es tan lícito como el aplauso, por supuesto. Pero uno y otro no están hechos de la misma pasta. Mientras que el aplauso, acompañado a lo sumo del clásico "¡bravo!", es una muestra de satisfacción total, sin matices, ante una actuación, el abucheo dispone de una sutil gama de expresiones para perfilar el desacuerdo. Desde los populares "¡buuuuhhh!" o "¡fuera!", tan burdos como los aplausos en su descalificación generalizada, hasta frases muy precisas referidas a este o aquel aspecto concreto de la obra. El lunes pasado, durante el estreno en el Liceo de Un ballo in maschera, de Verdi, se pudo escuchar un amplio muestrario reprobatorio. Los "¡cochinos!", "¡marranos!" y "¡esto no es el Bagdad" (en alusión a una célebre sala porno de Barcelona) iban dirigidos a descalificar determinadas escenas de sexo nada explícito y violencia más que explícita. Hasta ahí, nada que añadir.Pero en la noche de autos tronó airada otra expresión cualitativamente no asimilable a las anteriores: "¡Esto no es ópera!". ¡Alto ahí! Ya no se desaprueban unos cuadros determinados, sino que se juzga que el conjunto se sale de género. La protesta no especifica a qué otro género podría pertenecer ese conjunto -¿cabaret?, ¿variedades?, ¿café-chantant?, ¿otros?-, sino solamente que ese Ballo no es ópera. Se advertirá que, aparte del tono excluyente de la sentencia, dejamos atrás las cuestiones de gusto para adentrarnos en terreno conceptual. Si eso no es ópera, ¿qué es, entonces, la ópera?

La ópera es un espectáculo teatral, con su escenografía, vestuario, iluminación, etcétera, en el que los intérpretes no hablan, sino que cantan, acompañados por una orquesta invisible, calada en el foso. Teatro musical, pues. Hasta aquí no parece que haya mucho de qué discutir. Menos pacífico resulta plantearse cuál de los dos componentes es el preponderante, si el musical o el escénico. Ahí entraríamos ya en materia de repertorio. Es obvio que el primer melodrama romántico -Donizetti, Bellini- consideraba secundario el aspecto escénico: la coherencia de los libretos preocupaba poco y el peso de los espectáculos recaía en el virtuosismo vocal, con licencia para salirse del pentagrama y lucirse en pasajes -cadencias- inventados (como en el jazz). Pero conforme el siglo avanza, la ópera se ciñe más al escrito y pasa a ser considerada un todo indisoluble, hecho de música y escena. Wagner escribió mucha teoría al respecto. Es sabido que además logró tener un teatro exclusivo, edificado sobre planos firmados por él mismo, para que sus dramas se representasen en unas condiciones muy precisas. Verdi no llegó a tanto. Se comprende: era italiano. Pero nos consta, por su correspondencia, que el aspecto escénico le preocupaba mucho. Hombre introvertido, de reacciones a menudo hoscas, se peleó repetidamente con libretistas, directores de teatro, censores, cantantes, directores de orquesta y demás intermediarios que obstaculizaban -o así lo creía él- sus proyectos. Verdi, insistamos, era italiano. Es decir, un negociador contumaz: aguantaba hasta que veía perdida la batalla. Así fue en el caso de Un ballo in maschera. No hace falta extenderse sobre la larga gestación de la obra y la no menos compleja gestión de su estreno, en 1859: escrita para el San Carlos de Nápoles, no vio allí la luz porque Verdi se negó a introducir los cambios que la censura borbónica pretendía imponerle; acabó por llevarla al Teatro Apolo de Roma... donde introdujo los retoques que le exigía la censura papal, ligeramente más permisiva que la partenopea (gato viejo, Verdi, en materia de censuras).

Más allá de estas anécdotas y de las versiones del libreto a que dieron lugar, ¿de qué estaba hablando Verdi con la música y el texto de Ballo? Contaba una historia de amor que sucumbía ante una conspiración de poder. Le importaba relativamente poco si eso sucedía en una improbable Pensilvania de finales del XVII o en una más verídica Suecia bajo el reinado de Gustavo III. Puesto que era un grande, hablaba de todos lo amores, de todas las conspiraciones. A poco que se escuche la obra, se descubrirán esos dos niveles musicales. El dúo amoroso de Amelia y Gustavo, en el segundo acto, es tonal, abierto, luminoso, confiado; las melodías se persiguen y entrelazan con soltura: así se comportan dos amantes sin culpa. Por el contrario, la escena final del baile es mucho más articulada: la sucesión de danzas cortesanas, amables, buscadamente frívolas, trenza una incierta base común para súbditos despreocupados, amantes que olfatean el peligro y conspiradores asesinos. El espectador sabe que esa música encorsetada lleva la máscara puesta: gato viejo, Verdi, también a la hora de administrar la tensión dramática. Cae al cabo la máscara, estalla, ciega, la violencia del magnicidio. Ahí queda el tenor agonizante -todo un Bogart ante litteram- cantándole al barítono: "Io che amai la tua consorte/ rispettato ho il suo candor" ("Yo que amé a tu esposa/ he respetado su candor"). Ninguna gran amistad va a nacer a partir de ahí, más bien se ha roto irreparablemente la que existía. El pesimismo verdiano es implacable.

Todo eso es lo que Verdi quiere llevar a escena. No es tarea fácil. Verdi no es un maniqueo de trazo grueso, es un matizador nato que conoce bien las sfumature de la política. Así, el poder del monarca no es negativo del todo: arrogante y displicente sí, pero también preocupado por una cierta idea de la justicia. Lo malo de ese poder, nos dice Verdi, está en sus aledaños, lugar predilecto de las excrecencias más apestosas.

¿No es ópera, por volver a la pregunta, la que agarra a esos enamorados y a ese poder absoluto y los sumerge en una época próxima? ¿Por qué no habría de serlo? ¿Acaso el poder, hoy, genera menos conspiraciones y asesinatos que el que conoció Verdi? Si el compositor, a cien años de su muerte, permanece como hito de nuestra cultura es porque remueve las conciencias y las entrañas por encima de su tiempo, por más tentador que resulte, ahora como entonces, abandonarse al melodismo de evasión. Ese poder lleva asociadas sus cloacas, en las que habita desde siempre una fauna variada de aduladores, chantajistas, violadores, jueces prevaricadores, conspiradores instalados a tiempo pleno en el odio y gente capaz de matar a cambio de un sueldo. Nuestros "orridi campi" son los descampados donde los jóvenes mueren de sobredosis o acuchillados. Verdi y Calixto Bieito nos lo recuerdan en el espléndido montaje liceísta, aunque algunos sigan haciendo oídos sordos.

"El Liceo tiene sus clientes fijos y para algunos de ellos debe de ser un sorpresivo y fortísimo golpe venir pensando en los filados de Montserrat Caballé y caer de bruces en una cuadrilla de borrachos, un pelotón de cortesanas, un combate de boxeo y una ejecución en la silla eléctrica con todos los pelos y señales". No es una cita de una crítica aparecida estos días, es una crónica de Sempronio publicada en Tele/exprés el 5 de febrero de 1971, tras el escandaloso estreno del Mahagonny de Brecht-Weill en el Liceo. Y prosigue: "Para ser verídico, diré en términos de plebiscito, que, al final, los síes ganaron a los noes". Las hemerotecas, ¡cuánta sabiduría acumulan!

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